Mi aporte a la sonrisa, en medio de la desolación por el triunfo de Trump

Sólo como obra milagrosa del Espíritu Santo podemos interpretar la asombrosa omnipresencia de la Iglesia católica en los asuntos de los dominicanos, tanto los públicos como los privados, los del cuerpo como los del alma. Esto no es nuevo, por supuesto, pero en los últimos días ha sido impresionante la cantidad de temas en torno a los cuales la Iglesia ha puesto de manifiesto su infinita sabiduría y su vigilancia perpetua de nuestra virtud, siempre con el noble propósito de ayudarnos a vivir y a morir con mayor rectitud.

Empecemos recordando algunas de las formas en que la Iglesia tradicionalmente ha velado por nuestro bienestar espiritual. En primer lugar se preocupa por nuestra vida sexual, enfrentando los esfuerzos constantes de El Maligno por tentarnos con las falsas delicias del pecado. Por eso nos aconseja cómo tener –o más bien, no tener- relaciones sexuales, precisando claramente las actividades, posiciones y orificios que legítimamente podemos utilizar sin poner en riesgo nuestra salvación eterna. Esto último demanda un cuidado extremo, vista las múltiples perversiones que nos acechan: las fantasías sexuales (también conocidas como “pensamientos impuros”), la masturbación, el uso de condones y otros métodos anticonceptivos, el sexo oral, el sexo antes del matrimonio, el sexo con personas de tu mismo sexo, el sexo sin intención reproductiva, el sexo los días de guardar, el sexo por placer y tantas otras inmoralidades.

La Iglesia también se preocupa por la santidad de nuestras diversiones, advirtiéndonos de los peligros que encierran las celebraciones paganas, como  Halloween, y los libros diabólicos, como los de Harry Potter o el infame Código Da Vinci. Ni qué decir de los peligros del ocultismo y la idolatría que nos seducen bajo la guisa de la astrología, la meditación o el yoga. En cuanto al cine y la televisión, nos advierte sobre la grave inmoralidad de la desnudez y el sexo, aunque por suerte no se mete con la violencia, así que al menos podemos entretenernos viendo guerras, asesinatos y torturas junto a nuestros hijos en la tranquilidad de nuestros hogares nucleares.

La Iglesia también nos organiza el descanso, estableciendo el asueto de los domingos y los feriados religiosos, que son casi todos los feriados, y que serían muchos más si cumpliéramos con mayor fidelidad las obligaciones establecidas por el Artículo XVIII del Concordato y celebráramos como Dios manda el Día de San José, la fiesta de la Ascensión, el Día de los Apóstoles Pedro y Pablo, la Fiesta de la Asunción, el Día de Todos los Santos y, por supuesto, la Inmaculada Concepción.

A las mujeres, en particular, la Iglesia nos ofrece sabias admoniciones sobre la importancia de la castidad, el recato en el vestir, la maternidad como misión suprema en la vida, la debida obediencia al marido y la virtud excelsa de sacrificar la vida profesional para ser buena ama de casa, esposa y madre. En este país con tantos machistas agresores, nuestros confesores nos evitan separaciones y divorcios innecesarios recordándonos que siempre debemos poner la integridad de nuestro hogar por encima de nuestro bienestar personal.

Conocedora de las presiones impropias que ejercen los organismos internacionales, las agencias de cooperación, las organizaciones de la sociedad civil y los expertos en salud pública sobre gobiernos tercermundistas como el nuestro, la Iglesia no descuida su vigilancia de las políticas públicas. Por eso dedica tantos esfuerzos a fiscalizar y censurar los contenidos de la educación pública, proscribiendo la educación sexual y, en general, evitando los peores excesos gubernamentales en materia de salud sexual y reproductiva –como la distribución amplia de métodos anticonceptivos, la despenalización del aborto terapéutico y el reconocimiento de derechos ciudadanos a esos pecadores de la comunidad LGBT.

En estos días, tras el imprudente anuncio de la Ministra de Salud de que PROMESE empezaría a vender anticonceptivos en las boticas populares, la Iglesia nos iluminó de nuevo el camino con su perspectiva ética de la salud. Lo hizo en primer término Fray Santiago Bautista con su valiente declaración de que las Iglesias católica y evangélica “no permitirán que el Ministerio de Salud Pública distribuya anticonceptivos a la población, incluyendo a menores de edad, ya que sería pervertir la sexualidad y darle más libertinaje a los jóvenes” (1). Sin duda clérigos de mayor jerarquía estarán aconsejando en privado a los más altos funcionarios gubernamentales sobre los graves riesgos que conlleva esta irresponsable decisión de vender anticonceptivos a precios accesibles para la población de bajos ingresos.

Con su omnímoda sabiduría la Iglesia no sólo nos reglamenta la vida sino también la muerte, recordándonos que el suicidio asistido y la eutanasia son pecados mortales que conducen irremediablemente al infierno. Como decía la gran Santa Teresa de Calcuta –siempre tan reacia a suministrar calmantes a los pacientes moribundos que atendía en sus misiones- el sufrimiento nos purifica y nos acerca más a Dios, sobre todo cuando es la voluntad del Padre que padezcamos enfermedades mortales que nos matan lenta y dolorosamente.

La Iglesia omnisapiente también ha advertido en estos días sobre la lamentable “pérdida de una fe cultural” que se manifiesta en extrañas prácticas foráneas donde la gente toma tragos y escucha música secular en los entierros (2). Tras esa sabia advertencia del Arzobispo Ozoria, el Cementerio Nacional de la Máximo Gómez decidió incluso prohibir el tradicional culto al Barón del Cementerio, que desde tiempos inmemoriales se realiza cada año el Día de los Fieles Difuntos. Debemos agradecer la valiente defensa de las buenas costumbres mortuorias que hace la Iglesia en este caso, desoyendo a los necios que la acusan de incitar a las autoridades municipales a violar la libertad de conciencia y culto.

La benéfica preocupación de la Iglesia por reglamentarnos la muerte se extiende a las nuevas disposiciones papales relativas a qué hacer con las cenizas de los muertos cremados. Eso de esparcir las cenizas de los difuntos en bosques y playas es una práctica aberrante, de claros tintes panteístas y contraria a la doctrina católica, por lo que el Papa con toda razón y justicia ha prohibido su dispersión en aire, tierra o agua, independientemente de los deseos del difunto y sus seres queridos.

A pesar de su vigilancia permanente por la salud de nuestras almas, la Santa Iglesia no descuida los asuntos terrenales, como acaba de demostrar con su elección del nuevo presidente de la JCE. Aunque el Senado todavía no ha formalizado la designación del Dr. Julio C. Castaños, se entiende que, tras el desayuno del pasado jueves,  lo que falta es un simple trámite: ya la Iglesia lo ungió y el alto empresariado lo ratificó. La foto de El Ungido junto a la tripleta imbatible de El Nuncio, El Arzobispo y El Mediador que encabezó la reseña del evento en los espacios de prensa pagados por el empresariado, dejan poco lugar a dudas (mejor ni considerar la posibilidad de que El Maléfico obnubile las mentes de los senadores y los lleve a desobedecer las instrucciones Divinas).

¡Qué dicha tenemos los dominicanos de contar con una Iglesia que hasta nos elige a los funcionarios que más nos convienen! Porque francamente, hay que ser muy bobos para dejar en manos de las instituciones democráticas lo que nuestros líderes religiosos, con la inspiración milagrosa del Espíritu Santo, siempre podrán hacer mejor. (FIN)

NOTAS

(1) Llenis Jiménez,  “Pastor y sacerdote opuestos a reparto de anticonceptivos”. Hoy Digital, 7 noviembre, 2016. (Enfasis mío) http://hoy.com.do/pastor-y-sacerdote-opuestos-a-reparto-de-anticonceptivos/

(2) Yoranmi Santiago, “Ozoria critica velorios y entierros donde reina ambiente festivo”, Listín Diario, 3 de noviembre 2016, http://www.listindiario.com/la-republica/2016/11/03/441587/ozoria-critica-velorios-y-entierros-donde-reina-ambiente-festivo