El gobierno que se estableció en Cuba al institucionalizarse la revolución de 1959 no solo se declaró ateo y discriminó a los creyentes, sino que también sostuvo dilatadas y en ocasiones violentas desavenencias con varias denominaciones religiosas, en particular con la Iglesia Católica. Paradójicamente, la estructura que resultó del maridaje entre ese proceso revolucionario y el modelo socialista soviético copió muchas de las pautas simbólicas y procedimentales de los sistemas religiosos. Veamos si no.
Semejante a cualquier religión, el núcleo que dio sentido a la estructura político-social cubana durante la segunda mitad del siglo XX fue un dogma de fe mediante el cual nación, patria, cultura y sistema político fueron presentados como una unidad indisoluble que, además, representaba la única vía para salvar al país. Esa verdad no necesitó demostración ni admite cuestionamientos. Hacerlo significa un atentado contra la causa, un sacrilegio, como ocurre en toda religión cuando se someten a la razón crítica sus pilares teológicos. Los matices se cerraron: Dentro de la revolución, todo; fuera de esta, nada. Igual proceden los credos religiosos: Cada uno se autodesigna como proveedor exclusivo de la salvación. ¿El resto de la humanidad? ¡Al infierno!
¿En quién podría buscar apoyo el Gobierno cubano? Pues en su semejante estructural, la Iglesia Católica. Para esto, solo se requiere olvidar a miles de muertos, perseguidos, encarcelados, expulsados de centros de estudio y trabajo, obligados al exilio
Para actuar como tal, un dogma de fe requiere ser sustentado a partir de un estado divino incuestionable. El papel de dios, para el caso revolucionario cubano, fue asumido por un mesías verde olivo hecho de inteligencia versátil, guapería caribeña, liderazgo machista y marrulla de barrio. No fue una deidad que naciera de sí misma; se declaró descendiente de un apóstol decimonónico que sin dudas tuvo grandes dotes para la premonición. La nueva palabra mítico-revolucionaria cobró, pues, incontrovertible legitimidad de consigna: “Martí te lo prometió y Fidel te lo cumplió”. Pero como el dios (esa infinita superioridad) no puede ser imitado, se hizo imprescindible poner en escena un delirante culto por los héroes y los mártires (palabra de fuerte vinculación cristiana) que, entendidos como modelos, terminaron por emular el hieratismo del nutrido santoral católico.
Tomando en cuenta que los apóstoles de pensamiento profundo no abundan por estas tierras dadas a la lascivia y los excesos, fue necesario adoptar a Marx, Engels y Lenin, cuya compleja formulación filosófica materialista-dialéctica, una vez traducida en manuales para lerdos, demostraba científicamente la existencia del infierno y el paraíso. El primero era el capitalismo, simbolizado en clave suprema por un imperio norteamericano que, dicho sea de paso, se ha esforzado hasta la tontería en cumplir su papel de contradictor. El paraíso, no faltaba más, era el socialismo que pariría al hombre nuevo, material y espiritualmente pleno, que no necesitaría morir para alcanzar la gloria de la justicia social. ¿Alguien quiere mejor oferta?
La virtud y el comedimiento que la religión compensa con la vida eterna fueron sustituidos por la fidelidad ciega a la causa y la delación mutua; la confesión y los avemarías que limpian pecados encontraron su homólogo en la autocrítica y el trabajo “voluntario”; a la contención, el respeto y el temor de Dios, se prefirió la adhesión y los silencios oportunos que permitían integrar a la vanguardia revolucionaria; el remordimiento que consume a los pecadores se convirtió en exclusión, ostracismo y exilio para quienes pretendieran plantear una opción diferente; y así una penosa colección de dobleces que ritualizó la vida social cubana hasta convertirla una liturgia tan reiterativa como la misa católica.
La estructura política y social revolucionaria reposa sobre un tupido sistema de símbolos diseñados en torno a la vocación mesiánica, el temor a ser excluido y la adhesión emocional. Lo mismo que cualquier religión más o menos estructurada. Su intensa confrontación con los sistemas mágico-religiosos luego de 1959 fue un pulseo entre entidades que se disputaban el dominio de las almas, un poder que el Gobierno revolucionario no iba a compartir con nadie, aupado como entonces estaba por la popularidad nacionalista, las promesas, la solidaridad internacional y sobre todo los recursos soviéticos.
Hoy las circunstancias son otras. ¿En quién podría buscar apoyo el Gobierno cubano? Pues en su semejante estructural, la Iglesia Católica. Para esto, solo se requiere olvidar a miles de muertos, perseguidos, encarcelados, expulsados de centros de estudio y trabajo, obligados al exilio… montones de vidas rotas, en fin. Pero nada importa si está en juego el poder, y esa es otra coincidencia entre los octogenarios dirigentes cubanos y la alta jerarquía católica.
En todo esto pensé mientras veía hace un par de meses a los cubanos mover banderitas a lo largo de Carretera del Morro, en Santiago, para recibir al papa Benedicto XVI, como tantas veces antes las han movido por jefes de Estado a los que apenas conocían. Pero sobre todo cuando leí el cartel que levantaba una señora; decía: “Mi trabajo es creer y aferrarme a la fe, el de Dios es hacer milagros”. ¿A cuál dios se estaría refiriendo?