Los dominicanos y cubanos no seremos más buenos ni más revolucionarios sólo porque adoptemos una filosofía política o un dogma ideológico. Los sistemas no cambian a los hombres ni a las mujeres, ni modifican la naturaleza humana. Hay los llamados revolucionarios buenos como los hay también malos y muy malos. Y lo mismo ocurre con otros sistemas políticos.
Lo importante por lo tanto no es que nuestros dirigentes políticos, empresariales y sociales sean marxistas o de “ideas avanzadas”, como se dice a veces sin saber de qué se trata. Lo importante es que sean hombres y mujeres capaces, conscientes de sus responsabilidades elementales y de fina sensibilidad social. El sentido del deber es el primer paso hacia una conducta efectivamente revolucionaria.
Conozco a una gran cantidad de conservadores y tradicionalistas con una clara y desarrollada percepción de ese deber, y a un número mayor de individuos de esas “ideas de vanguardia” total y absolutamente desprovistas de ella. En ese aspecto, la fertilidad de nuestro país es asombrosa. Podemos ver diarias expresiones de esa fecundidad en los medios.
Por eso he sostenido siempre que si los cubanos se dieron una revolución a partir de enero de 1959, esa revolución ha tenido lugar efectivamente en cada hogar de una familia cubana precisada a construir con el esfuerzo y el sudor de su trabajo un porvenir digno para su familia, en tierras lejanas que ya pudieran ser la propia por los duros años de exilio. En la isla, atrapada en las redes de un sueño trunco, la revolución pereció el mismo día en que las ambiciones de un solo hombre dejaron en cada rincón de Cuba las raíces de la peor tiranía de su historia.
La verdadera revolución, la que los ha emancipado del terror y la humillación, la han hecho millones de cubanos en el exilio, no Castro en Cuba. No es lo mismo ser de izquierda que ser zurdo.