La Suprema Corte de Estados Unidos tiene pendiente decidir sobre un caso que cambiaría la visión que la humanidad tiene sobre la historia y acerca de sí misma. Se trata de un expediente relacionado con los llamados “derechos de los transexuales” y lo que la “ideología de género” define como un delito de discriminación contra quienes creen que la identidad sexual no procede de una condición biológica, sino fruto de un contrato social que debe ser cambiado.
Una pareja de homosexuales pidió a una pastelería un bizcocho para celebrar su matrimonio. El propietario del negocio se negó, aduciendo sus valores familiares y sus derechos constitucionales. La pareja se querelló, el establecimiento fue cerrado y el pastelero fue multado con una fuerte suma y sometido a la justicia bajo el cargo de discriminación contra los derechos de la comunidad homosexual.
Este triste episodio lesiona toda la estructura de valores en que se fundamenta la sociedad estadounidense desde la declaración independencia el 4 de julio de 1776. Tratándose de un país con una economía construida sobre la libre elección, la pareja homosexual pudo haber acudido a otro pastelero. El caso expone además con toda crudeza las amenazas que esta ideología de supremacía sexual representa contra los valores cristianos en que nacieron y crecieron esa y otras naciones como la nuestra.
Los transexuales pretenden imponernos su visión del sexo y la sexualidad y peor aún negarle a los padres el derecho de educar y guiar a sus hijos sobre temas tan relevantes. Las presiones de los grupos que promueven esta ideología han creado un clima de intimidación en los órganos y grupos con capacidad para delinear políticas públicas. Y si esta ideología llega a imponerse como una política de estado esta sociedad se derrumbará. No estará entonces lejano el día en que sería un delito de cárcel llamar por su nombre a quien se confiese como tal.