Uno de los legados más importante que la sociedad occidental heredó de la decapitación de Louis XVI y consigo la caída de la Monarquía francesa, y la Revolución de las Trece Colonias, fue la radical transformación del poder tributario del Estado, que pasó de ser un mecanismo en manos regias para  acumular y aumentar sus riquezas a ser un instrumento al servicio de la satisfacción de las necesidades colectivas. Como consecuencia de lo anterior, los ciudadanos dejaron de sufragar como vasallos y empezaron a contribuir como personas.

La actividad tributaria del Estado, es un mal necesario, ya que supone una carga económica en los bolsillos de los contribuyentes y a la vez viabiliza la consecución de objetivos comunes que de otra manera serían inalcanzables. La recaudación de los tributos es una necesidad vital, ya que a falta de esos recursos la subsistencia del Estado se vería amenazada, sin embargo, su exigencia debe respetar los derechos fundamentales de los particulares, pues es la felicidad de estos últimos la verdadera finalidad de la imposición de las obligaciones fiscales.

La perspectiva humanista del poder fiscal encuentra cabida en la Constitución dominicana, al disponer que: “El régimen tributario está basado en los principios de legalidad, justicia, igualdad y equidad para que cada ciudadano y ciudadana pueda cumplir con el mantenimiento de las cargas públicas. Cuatro, son los conceptos claves en esta cláusula constitucional: legalidad, justicia, igualdad y equidad. Y para comprenderla a cabalidad es necesario entender que la persona es un fin y la tributación un medio,  de lo contrario no será posible entender el porqué de la inserción de estos principios en un Estado Social y Democrático de Derecho.

La legalidad en materia tributaria, implica que la obligación de tributar solo puede ser creada mediante una Ley. Esto es consecuencia de la división de poderes que sustrajo las prerrogativas unipersonales de crear sacrificios patrimoniales mediante medidas impositivas a los ciudadanos. La tributación, para ser constitucional, debe provenir de un mandato del legislador no de una actuación singular del Ejecutivo.

La igualdad como principio fundamental de la tributación, se inspiró en las constantes dispensas arbitrarias del pago de los impuestos características de L’ ancien regime. El estado actual de nuestra Constitución repudia los criterios de diferenciación infundados y exige que los iguales sean tratados igualmente y los desiguales, desigualmente. La igualdad, como regla jurídica, insta al Estado tratar con las mismas condiciones a los contribuyentes que se encuentren en las mismas circunstancias. Un ejemplo ilustrador de lo anterior, lo podemos encontrar en la exención del Impuesto sobre la Propiedad Inmobiliaria consagrado a favor de las personas mayores de 65 años que tienen una sola vivienda. 

Los principios de legalidad e igualdad son inoperantes sin justicia y equidad y estos últimos alcanzan su mayor esplendor con el auxilio de los primeros. La equidad expresa lo justo y la justicia es sinónimo de equidad, ambas se auxilian de la legalidad y la igualdad para afianzar la progresividad en el pago de los tributos, es decir tributa más quien tiene más. La equidad y la justicia constituyen el oxígeno que impide la muerte del contribuyente menos solvente.

Los principios anteriormente esbozados se orientan hacia la humanización de la tributación y condicionan el accionar del Estado, quien a pesar de ser el acreedor de los tributos no podrá actuar irreflexivamente para recaudarlos, sin embargo, es necesario recordar que contribuir con las arcas públicas constituye un deber fundamental, jurídico y ético que permite el buen desenvolvimiento de los servicios públicos, sin olvidar que, todo ciudadano tiene el derecho de exigir que los fondos recaudados sean destinados a una justa causa eficiente y transparentemente.