No recuerdo en mi estrujada memoria una crisis tan pronunciada como la del presente y por tantas razones coincidentes en el tiempo. Recuérdese antes de seguir que crisis significa originalmente el punto de inflexión más bajo de una línea justo antes de repuntar. Pues bien, no recuerdo crisis tan aguda y radical, ni en tiempos de huracanes y temblores de tierra, ni de revoluciones y guerras. Aquí o allende.

De hecho, la civilización contemporánea, y con ella nosotros, estamos por vivir y hacer historia universal. Somos y estamos en uno de esos momentos críticos en los que no es lo mismo conservar la posición actual o cruzar el Rubicón o, en nuestra América la línea de Pizarro; por igual, no es lo mismo ni se escribe igual ignorar o adentrarnos en el año 1492 y sus subsiguientes descubrimientos, o en el decisivo siglo XVII y sus revoluciones científico-tecnológicas. 

Dado lo crítico del momento me fijo en tres indicios circunstanciales para discernir cuál es “la cosa” (Heidegger), “la verdad” (Tomás de Aquino) de la hora actual en la que nos toca existir y vivir.

Coronavirus

Luego de las grandes pandemias de la historia humana (ver, Gráfico), el Coronavirus irrumpe e interrumpe el derrotero que llevaba la actual civilización humana, desde poco después de la Ia. Guerra Mundial, hasta la segunda década del siguiente siglo.

Conviene representar lo que esto podría significar. Comienzo por la mortalidad de tales fenómenos sanitarios entre tantos seres mortales como nosotros. Un ejemplo, la mal calificada gripe o influenza “española” que, de sus 40 ó 50 millones de muertos alrededor del mundo, solo en suelo dominicano había arrojado “unas 96,828 personas contagiadas y 1,654 fallecidas” en octubre de 1919 (Frank Moya Pons).

Aunque aún en desarrollo, es decir, ignorando su fatídico desenlace final, el Covid-19 es la primera gran tragedia sanitaria que afecta este siglo a todos en cualquier lugar y por igual. Ante ella, no solamente toda actividad humana se detiene y llega incluso a paralizarse definitivamente, sin respeto ni distingos de género, edad, clase social, nacionalidad, etnia, tradición religiosa y/o cultural, geografía u otras tantas de esas variables que fatuamente utilizamos los humanos para aparentar y entonces convencernos y creernos que somos diferentes de los otros, los de-más.

La nueva pandemia, por horrible y funesta que sea, no deja de ser “un cataclismo previsto”, (Juan Luis Cebrián). Y por eso que no vengan ahora tantos gobernantes con alguna perorata novedosa para lavarse las manos, siguiendo la tradición de Poncio Pilatos, y decir que nadie podía haber imaginado una cosa así. Todavía, incluso en la era de la post verdad, los hechos son los hechos y la verdad es tal.

Desde el pasado mes de septiembre 2019, las principales instituciones mundiales -por ejemplo,  Naciones Unidas y Banco Mundial- advertían al mismo tiempo que un brote de enfermedad a gran escala era una perspectiva tan alarmante como realista y que ningún Gobierno estaba preparado. Gro Harlem Brundtland, antigua primera ministra de Noruega y exdirectora de la Organización Mundial de la Salud, en su calidad de presidenta del grupo que firma el informe, exponía el inminente peligro de una pandemia que, además de cercenar vidas humanas, destruiría las economías y provocaría un caos social. Llamaba a prepararse para lo peor: una epidemia planetaria de una gripe especialmente letal transmitida por vía respiratoria.

Aún más, el mismo informe señalaba que un germen patógeno de esas características podía tanto originarse de forma natural como ser diseñado y elaboado en un laboratorio, a modo de arma biológica. Era por tanto que hacía un llamado a los estados nacionales e instituciones internacionales para que tomaran medidas. Al mejo entender de los responsables del mencionado informe estaban a tiempo de conjurar lo que denunciaba que sería un brote de enfermedad a gran escala. Se trataba de una perspectiva tan alarmante como absolutamente realista, en tanto que podía encaminarnos hacia el equivalente en el siglo XXI de la gripe española de 1918.

En ese contexto, concluía “no sorprende que el mundo esté tan mal provisto ante una pandemia de avance rápido transmitida por el aire” (Bruntland).

Dejando de lado dos asuntos desiguales: primero, si la República Dominicana, como Estado miembro de aquellas dos instituciones, e incluso en su calidad circunstancial de integrante del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, sabía o desconocía de ese u otro informe similar; y segundo, si se puede probar, no solo acusar, a una u otra potencia, Washington – Pekín, de haber producido el mencionado virus letal como arma biológica.

Al margen de ambas interrogantes, lo crucial es que la pendamia del coronavius llegó y encontró maltrecho y mal provisto entre otros muchos el lar patrio.

El sistema nacional de salud

Los primeros efectos son tan contundentes que no falta quien señale que el modelo de salud dominicano, de índole vertical, individualista, curativo y privatizador, es “perverso” (Matías Bosch) e incapaz de satisfacer las expectativas de la población más empobrecida, así como de dar signos de eficiencia y despertar frutos de confianza y seguridad.

Tal y como se denuncia con datos en la mano,  se trata de un sistema que tiene un gasto total en salud superior al 6% del PIB pero sólo el 1.4% del PIB es gasto público. Además, se institucionaliza  con una lógica discriminatoria en perjuicio de la población empobrecida, esa que vive literalmente buscando el pan cada día sin otra reserva para mañana que la salud al despertar y salir a buscárselo. Y para colmo, el sistema carece de liderazgo definido ni planificación estratégica y sigue enfocado en las edificaciones y los presupuestos inflados.

Ese conjunto de variables explica el deterioro notorio de los servicios públicos de salubridad y los pobres indicadores de salud, mientras crece -como es de suponer- el mercado clínico, de laboratorios y farmacéutico.

Los análisis disponibles terminan señalando de manera crítica que, debido a dicho modelo, las desigualdades sociales existentes se exacerban, tal y como en estos precisos días deja al desnudo la administración de la prueba de detección del Covid-19.

En resumidas cuentas, independiente de diversas hipótesis razonables, si algo queda en claro es que la vida humana es como una carrera de obstáculos. Por razones que todos creemos conocer, muchos enfrentamos ya un obstáculo insuperable y los que sigan corriendo dependerán en lo inmediatamente sucesivo, tanto del aislamiento social, como de la solidaridad y cooperación familiar y social.

Llegados ahí, es menester abrir un paréntesis: dicha solidaridad y cooperación, aunque aquí se atribuye espontáneamente a familiares y a la sociedad en general, no desconoce que hay que hacer mención honorífica muy singular a la meritoria, aunque muy mal recompensada entrega de todos esos servidores de la salud que a diario exponen explícitamente su propia vida por aliviar dolores y salvar vidas mientras cumplen con su deber y vocación, además de tantos otros que colaboran de formas también evidentes a que los más puedan permanecer recluidos en cuarentena.

Ese paréntesis es tanto más sincero y sentido cuando se sabe que -al momento de escribir- todavía no existe ningún remedio mundialmente aceptado por las autoridades ni una vacuna igualmente reconocida para prevenir la enfermedad.

Priorizar la salud

Por eso solo resta repetir con el director de la OMS que, para no seguir tanteando el futuro a ciegas, necesitamos en todos los países del mundo “pruebas, pruebas… y aislamiento y el rastreo de contactos”. La forma más efectiva de prevenir infecciones y salvar vidas es “romper las cadenas de transmisión” y  “para hacer eso debes probar y aislar” a posibles infectados (Tedos Adhanom Ghebreyesus).

Mientras lo anterior se practica en esta prolongada espera de semanas y quien sabe si muchos meses más que es el presente, evitar el contagio es literalmente cuestión de vida o muerte. 

Ahora bien, en cuanto se haga un balance de lo sucedido, de seguro se llegará a la conclusión de que a nivel internacional, y, no se quiera ignorar, también nacional, hay que firmar de manera urgente un pacto por la salud.

En particular, visto y resentido el rosario de temores y vulnerabilidades que sobrecogen a cada uno y a todos en relación con el modelo dominicano de sanidad, sus recursos disponibles y la capacidad de respuesta instalada, es innegociable que quienes superen esta pandemia -que serán los más- se aboquen como sociedad consciente y compasiva a intervenir y reorganizar políticamente el sistema y asignarle entonces más recursos al estado de salubridad, higiene y armonía con el medio ambiente de toda la población.

“El precio que terminaremos pagando depende de lo que decidamos hacer ahora” (Ghebreyesus). Exclusivamente los arcanos del tiempo expondrán todas las consecuencias morales, sociales, económicas y políticas de esta pandemia.

Pero precisamente por eso, en función del desenlace final de esta hora de la pandemia que horroriza mientras nos sobrecoge, se regresa nuevamente al mundo de la política mundial y nacional; y muy específicamente, por qué olvidarlo, de las elecciones presidenciales y congresuales constitucionalmente previstas en lo que todavía sigue siendo más que un pedazo de papel para el próximo mes de mayo o en cuanto cuente con condiciones de posibilidad fáctica para ser celebradas.

Si bien hay que regresar a esa política que no pocas veces se percibe como un lodazal es para que nos esforcemos por superarnos y cambiar de rumbo. No se trata, -jamás de los jamaces- de jugar como si el fin justificara los medios, y entonces politizar con fines electoreros la desgracia y el empobrecimiento ajeno.

Nada de eso. Se trata de regresar a la política y a ese mundo en el que se toman las decisiones de política porque en cualquier pandemia, así como antaño con la peste, hay que atender no solamente al cuerpo biológico de los seres humanos, sino a la conciencia moral de cada uno y de todos: “Esa porquería de enfermedad… hasta los que no la tienen parecen llevarla en el corazón” (Camus).