En estos tiempos de pandemia y de decisiones difíciles e inciertas, no faltan quienes analizando el presente económico afirman que con alta probabilidad Oriente, léase bien: China (Buyng-Chul Han), puesto que en el nuevo orden mundial en ciernes, esa gran nación no será una simple invitada sino “el principal protagonista” (Cebrián). Bajo el peso de la realidad y de los hechos, atrás quedarán las meras acusaciones del presidente estadounidense a la potencia oriental de una guerra biológica y no ya solamente comercial.

El horizonte oriental

Ese horizonte lo vislumbran ya como un hecho de alta probabilidad en repetidos foros internacionales y medios de opinión pública. El argumento se enraíza en la certeza de quienes enfatizan la imposición imperial china, a causa de su inflexible autoritarismo y vigilancia estatal, de manera concomitante con el rasgo impersonal de la cultura oriental. Ambos (Estado autoritario y existencia naturalmente despersonalizada) han sido fraguados en el tiempo a partir de la milenaria tradición cultural china, -de raigambre confucionista.

Esa posición obtiene un aval significativo, -aunque como se verá más abajo a mi entender superficial e inconsecuente-, cuando se analiza la situación occidental, particularmente a partir de los estados políticos agrupados en la débil Unión Europea, y entonces se la contrapone a la gestión de crisis de unas autoridades administrando la forzada sumisión poblacional china.

Cierto, el desorden europeo comienza a ser vox populi. El fracaso institucional de Bruselas amenaza con ser definitivo. Su Comisión, su Consejo y su Parlamento no han sido ni siquiera capaces de adoptar medidas homogéneas para el conjunto de sus miembros a propósito de la pandemia del Covid-19. Fracaso precedido del de políticas migratorias y de refugiados, o la austeridad fiscal, el nacionalismo de viejo cuño histórico-cultural y ni qué decir de asuntos medioambientales o planetarios. La lección histórica parece ser que, a falta de disciplina y homogeneidad a la fuerza, cada vetusta nación resguarda sus interés más particulares en detrimento de un ordenamiento comunitario.

Pero aún hay más. No hay razón para buscar respuesta a esos y restantes problemas globales contemporáneos en el lar de los archi famosos G-7 y tampoco en el grupo ampliado del G-20. Ni qué decir de las abandonadas gradas de las Naciones Unidas y digno secretario general que, no obstante, la absoluta mayoría de autoridades desconocen y desoyen.

Mientras tanto, el escenario internacional lo acapara noticiosamente un presidente circunstancialmente estadounidense que no se aburre de exaltar su ingenioso conocimiento y destreza sin par, así como de acusar siempre a los otros. Y llega a tanto, entre otras explicaciones, porque ante la pretendida pureza de los suyos, ahora, así como el virus tiene nacionalidad, todo lo que proviene de allende las fronteras oriental, sur y occidental de esa gran nación y crisol de pueblos lo retiene oficialmente como espurio.

Tiempo de políticos…

En ese contexto asumo como inherentes a esta hora política tres cuestiones fundamentales para el pueblo dominicano, por supuesto, y por añadidura para la humanidad y su orden mundial.

1º Pueblo dominicano. Desde la perspectiva dominicana nada tan interesante cómo que las convulsiones sanitarias y de economía mundial acontecen en un año políticamente electoral. Significan la oportunidad ideal, por duro y paradójico que esto sea, de que el pueblo dominicana devenga lo que está llamada a ser desde hace ya más de un siglo, una Nación.

Luego de las elecciones municipales, fallidas el 16 de febrero y finalmente transcurridas el 15 de marzo pasado, queda por toma la gran decisión: (i) repetir con más de lo mismo o (ii) el cambio para ver si con éste seguimos en lo mismo que antes -debido a meros intereses creados, costumbres y simpatías personales que cambian de casaca- o al contrario, si de veras hemos topado fondo en esta crisis republicana de desconfianza, desorden y presidencialismo en la que nos encontramos como pueblo, de manera tal que por fin brote un nuevo ordenamiento restaurador de la vida pública dominicana.

Será el 17 de mayo o cuando las circunstancias así lo permitan que cada ciudadano tendrá que decidir -por la mejor o peor razón que considere- el color de su voto. Es ahí, en su des/in/formada conciencia ciudadana, fruto de sus intereses y necesidades más perentorias, al igual que de sus mejores deseos y parabienes, que el pueblo dominicano con todos y cada uno de sus actores, familias, sectores y clases sociales se juegan el destino democrático de sus instituciones y de la Nación.

Al margen de razones y preferencias personales, puesto a escoger por una u otra de esas dos opciones, siempre recomendaría y hasta me encomendaría a la única selección que signifique un orden ideal socialmente más democrático y políticamente más republicano e institucionalizado que los del pasado. Pero sobre todo, gane o pierda, confío y espero que sea para resituarnos todos en un contexto de más solidaridad ciudadana y participación nacional e internacional.

Por esa finalidad, valoro sobre todo la encrucijada en que todo esto, desde la crisis sanitaria hasta la económica, pasando por las decisiones políticas, nos lleva a otra encrucijada.

2º Humanidad. El historiador Yuval Harari, quien no necesita de un micrófono y tampoco de apoyo publicitario, advierte con más aire filosófico que mis propios colegas que en estos próximos días cada uno de nosotros tiene que elegir -no ya por uno u otro candidato político en las elecciones nacionales de cada país, sino- (i) entre confiar en la razón y la data científica y quienes la manejan -especies de minoría selecta del olvidado Ortega y Gasset-, o por el contrario (ii) seguir apostando a políticos auto complacientes y vanidosos que a falta de pruebas y de cuentas solo creen en prejuicios revestidos de gastadas teorías de conspiración no verificadas.

Es por eso que la humanidad entera tiene que elegir. Las opciones son claras y juiciosas. La decisión de cada uno tiene que ser, en la mejor y más prístina tradición occidental, es decir de raigambre no solo greco-latina sino fundamentalmente judeocristiana- entre unidad global y solidaria, en un lado de la balanza; o del otro lado de la misma balanza, desunión y nacionalismo decimonónico trasnochado.

Cierto, en teoría se repite por doquier y en notables bocas de pensadores en boga la idea genial de Martin Luther King: vinimos en diferentes buques, pero hoy estamos todos en el mismo bote, o yola, puntualizaría de mi lado. En la práctica, empero, aún predominan muchas barreras y temores porque esa yola no todos reman a la par.

Así, pues, asumo que mientras es sabido que la elección ideal sería la solidaridad global -como forma de superar el presente político y los desafíos sanitarios y económicos que lo acompañan, así como cualquier otra crisis que se deba seguir afrontando-, sin embargo, su realización depende y necesariamente pasa por el surgimiento y consolidación de un nuevo orden mundial que sea ideológica y realmente efectivo.   

Para ello, la apuesta tiene que ser, necesariamente, por la racionalidad y el rigor científico del mismo, so pena de males mayores.

3º Orden mundial. La prensa de estos últimos días reseñaba algo que es válido, por los franceses y, al menos, para todo el mundo libre. Me refiero a la comprensión circunstancial del presidente Emmanuel Macron cuando advertía a sus conciudadanos respecto al inusual presente. Afirmaba que habrá que sacar las lecciones del momento y entonces cuestionar el modelo de desarrollo escogido hace décadas, pues da muestra de fallos significativos, para teminar cuestionando -pero con conocimiento de causa- las debilidades de nuestra democracia.

Con esto no necesariamente estaba reconociendo la proximidad de alguna debacle europea, la hecatombe de los países de los hombres libres o de los pueblos democráticamente soberanos en un Estado moderno de derecho.

Nada de eso. Parece ser un axioma que desde el punto de vista sociológico, hemos vivido dos buenos siglos en la sociedad industrial, en un mundo “dominado por Occidente” (Alain Touraine) durante unos 500 años. Al menos en este lado de un limitado mundo isleño y no solo aquí se creía que después de la IIa Guerra Mundial  se viviría en mundo capitalista y estadounidense. Incluso a la caída del muro de Berlín se habló en la mejor tradición hegeliana del fin de la historia, justo antes de renacer de sus ruinas, un nuevo período.

Por tanto o por otras razones desconocidas, abundan los agoreros del hundimiento de Estado Unidos y, presagian que China finalmente despierta del sueño napoleónico, aunque siga siendo ajena a toda modalidad legada por la Ilustración, debido a su consuetudinaria práctica autoritaria y totalitaria.

Al tenor de otras evidencias, se trata de una comprensión o visión errónea del fenómeno político. Estrabismo erróneo, pues una cosa es poder a base de arbitrariedades y la fuerza del autoritarismo imponer algún tipo de régimen que coaccione al sujeto humano y deje al ciudadano individual desprovisto de libertad subjetiva y de derechos objetivos; y otra cosa bien distinta consiste en la concepción y sostenibilidad de una civilización secular que, una vez descubierta la libertad de conciencia, la voluntad subjetiva libre y el valor de la razón, recurra a principios y valores morales universales para levantar sobre esos pilares la convivencia ordenada, equitativa y justa de todos por igual. 

Tiempos de muchos más

Primando dicha disyuntiva a favor de su extremo occidental, asumo que el porvenir de nuestra humanidad está y estará relativamente hablando mejor servido por la concepción del florentino Luigi Ferrajoli y su garantismo jurídico o de mejores concepción análogas, de haberlas.

Consciente en la mejor tradición occidental de que el poder -léase bien: todos los poderes, sean estos públicos o privados- tiende ineludiblemente a acumularse en forma absoluta y a liberarse del derecho, Ferrajoli esboza en última instancia un nuevo orden mundial apegado a la racionalidad inherente al derecho objetivo y ajeno a la inequitativa arbitrariedad de cualquier prohombre o partido de ellos que, -discrecionalmente o por sofismas y a la fuerza-, pretendan imponer su iluminado designio en detrimento de valores tales como la libertad de elección, la igualdad de oportunidades, el bien común, la democracia y otros tantos oriundos y connaturales de la civilización occidental.

Ese es el valor de las enseñanzas universitarias del profesor Luigi Ferrajoli cuando, desde Roma, no tocaba el arpa desde su aposento en lo que el vulgo angustiado se quemaba como en tiempos de Nerón, y tampoco se dejaba grabar mientras recitaba poesía desde su balcón al ritmo de una plebe que padecía restricciones y amenazas de muerte atraídas por la nueva peste.

Si bien es cierto que es “la hora de los filósofos” (Cebrián) pareciera ser que no es uno de estos, sino dicho dicho jurista florentino quien mejor hace las veces de amante de la sabiduría. Es él, con su atinado constitucionalismo, quien termina rescatando y redimensionando lo mejor de la razón práctica del insigne filósofo y profesor universitario de la otrora ciudad alemana de Köninsburg, Inmanuel Kant. El significativo interés de éste en la razón, el orden y la paz mundial constituye un primer exponente en pleno Siglo de las Luces por suprimir finalmente la barrera de la moral individual en el mundo ético de la política y de la historia.

Heredero de ese legado, Ferrajoli enarbola en mientes un constitucionalismo planetario, “una conciencia general de nuestro común destino que, por ello mismo, requiere también de un sistema común de garantías de nuestros derechos y de nuestra pacífica y solidaria coexistencia”.

A partir de ahí, la cuestión que está en juego será la elección consciente en cada encrucijada de vida individual y/o social, sea en las urnas o fuera de ellas, a favor de la unión solidaria de todos en aras de un orden mundial regido -no por el temor, la manipulación ni la coacción propiciada por la fuerza bruta y el abuso de poder, sino- por la razón, el derecho y la administración de justicia.

A ese estadio nos introduce en este tiempo de cuaresma la liturgia eclesial del mundo cristiano, ese mismo que al mismo tiempo es corresponsable de forjar y legar la civilización occidental. Al margen de cuestiones de fe religiosa y de filiación eclesial, -que merecen atención aunque no en este contexto-, difícil poner en duda desde una perspectiva eminentemente cultural que ella introduce un elemento de discusión relevante “ante la visión del absurdo que hoy aturde al mundo” (Iván Gatón).

Eso así pues, como orden y acción formal que es por definición, la liturgia trata de una práctica objetiva y se acompaña de un relato o comprensión controversial cuya vitalidad radica en la fortaleza que promueve en la intimidad de la conciencia del sujeto y en el comportamiento de un sin número de comunidades trasnacionales. Éstas y tantas otras peregrinan en un mundo contemporáneo que no deja de enfrentar el estado de desorden y desconfianza generalizado que propician encumbrados líderes e instituciones que conducen el mar de gobiernos y organizaciones internacionales en una época plena de incertidumbre, indignación y desilusión.