Almas desnudas

No hay crisis existencial, social, económica, política e incluso cultural que no se asiente en la moral -en la esfera individual de cada uno- y en la ética -manifiesta en sociedad. Por tan sencilla razón, aun cuando se viva en “tiempos recios” (Vargas Llosa) o como se les quiera calificar por tantas convulsiones e indignados presentes, nuestra crisis de civilización no equivale a la escatología de todos los tiempos -en razón de la pandemia del Covid-19- ni al apocalipsis final por el agotamiento del capitalismo o, no se soslaye por singular que sea, por el cambio que se espera en las próximas elecciones.

Lo único que sí parece ser evidente e incuestionable -además del asiento moral y ético de cualquier crisis que en el presente se expanda como enfermedad que todo lo contamina- es que “la sociedad va a cambiar radicalmente después de esta crisis” (Adela Cortina). La sociedad global, por supuesto y, con ella, las nacionales, sin hacer excepción de ninguna de ellas. Lo recio del efímero instante temporal en el que existe y se extiende cada ser humano hoy día es la fortaleza con la que acometa el porvenir, -preferible e idealmente de manera colaborativa y solidaria.

No conozco otra forma más efectiva que esa acometida hacia el futuro instante tras instante, hasta dejar atrás y superar el horror que implica sentir la angustia y la desaparición física por efecto de cualquier peste o adversidad. Eso así pues, ¿cómo olvidar que son ellas, la angustia y la muerte, las que exponen en nuestra memoria el horroroso espectáculo de “desnudar las almas” (Camus)? ¿Cómo recuperarnos de la fragilidad humana y poder contemplarnos desnudos, al igual que el ensoberbecido pero impotente  “Rey Lear” de Shakespeare, en medio de la tormenta?

En el mismo mercado en el que hoy día se compran y se venden todo tipo de conciencias morales y éticas como si fueran productos vulgares y mercancías baratas, se oyó un día a un loco con su farol encendido en plena luz solar anunciar que “Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado” (Federico Nietzsche). De modo que no es a ese muerto también desnudo donde hay que buscar y luz y orientación. Quizás a otro, pero no a ese.

En realidad, nos hemos deshecho de esa instancia altísima “como de una chapuza primitiva” (Santiago Alba Rico). Suficiente tenemos y nos basta con la gaya ciencia y con todos los artefactos que llegan -aunque más a unos que a todos equitativamente- de la mano de infinidad de teorías y productos tecnológicos. Con razón ha sido escrito en los albores del siglo XXI que el “Sapiens ha devenido el Homo-Deus” (Yuval Harari). A todas luces, no hay que saber mucho para asentir con esta conclusión en medio de “la agonía del cristianismo” (Miguel de Unamuno) en el mundo contemporáneo en ese siglo. Sí, es cierto, no hay nada más peligroso que el sinsentido de los miembros de una especie animal que no saben ni lo que quieren ni dónde encontrarlo o generarlo.

En cualquier hipótesis, los hechos están ahí. Y son objeto de mejores interpretaciones hermenéuticas. La civilización occidental, y por medio de ella, la global, se han deshecho de un Dios inservible en términos de principios civiles y en su lugar han introducido el consumismo capitalista, con una estructura material y simbólica narrativa automática que asegura una inmanencia mucho más confortable, “casi autista en su clausura molusca” (Santiago Alba Rico): la tecnología, el crecimiento económico, el consumo, los avances médicos, el usufructo inmediato y el subsecuente hedonismo han generado una ilusión de inmortalidad incompatible con la fragilidad corporal, la temporalidad humana y el aturdimiento moral  y ético de cualquier valor.

De ahí la utilidad a mi entender insuperable de la liturgia cuaresmal, coronada por su semana santa. No hay espacio para mayor precisión, pero sí para afirmar que desde el punto de vista antropológico, filosófico y cultural, la riqueza simbólica de esos días nos retrotrae al principio y fundamento de la actualidad de todas las cosas

En busca de explicaciones y de sentido

Todo tiene su tiempo. En él, tomados de la mano por la pendemia de turno, descubrimos que cada ser humano enfrenta un estado de emergencia y, con mayor o menor consecuencia, transcurre su eventual confinamiento, padecimiento e inclusive defunción, así como la de otros tantos seres allegados y queridos. La pregunta radical del por qué y seré yo, se refleja en las sonrisas como el agua en la palma de la mano. 

Imposible no reconocer entonces que ese imprevisto e inoportuno fenómeno sitúa toda la organización social y política contemporánea al borde del precipicio de una hecatombe económica, pero también ante el indispensable resurgimiento de un nuevo orden político y global. He ahí la causa de tanta preocupación y temor financiero en la actualidad. No cabe dudas que a todo eso va a impactar en dicha hora a cada ser humano y creará en él “un poco más de miedo” (Larry Fink).

Por añadidura, cada vez que en una democracia electoral, como la dominicana por ejemplo, un ciudadano acude a las urnas a cambiar la realidad presente -o eventualmente a prolongarla- está eligiendo no solo a uno u otro personalidad prestante, sino todo un modo de vida guiado por la interdependencia y participación ciudadana o, en su habitual defecto, por un individualismo ajeno a “la dignidad humana” (Pablo Mella) y al bien común de todos por igual y no solo de quienes son la excepción a la universalidad de la ley.

En ese contexto de cosas, surge la cosa esencial.

A la hora de la verdad, es decir, en tiempos críticos en los que se trata de salvar vidas, de optar y votar en las urnas y optar desde cualquier posición social que ocupemos por superarnos en una cohorte económica, social y política más unida y solidaria gracias, fundamentalmente, a un cambio, no solo en el ordenamiento nacional sino también en el mundial; decía que en esa hora ninguna acción es más humana y esperanzadora que la que se intuye, aprecia o cree a propósito del sábado santo.

Ese día la representación de la liturgia cristiana está privada de palabras huecas y de celebraciones formales. Y no es para menos. No es que lo diga un cuerdo, un loco o uno por enloquecer. Dios ha muerto y con Él el hombre también. No ya por los motivos anteriormente aducidos, pero sí por todo los abusos, injusticias y miserias infligidas y soportadas a la vez por nosotros o por uno de nosotros.

Pero lo significativo y esperanzador no está ahí, en en esa solidaridad y condición humana. La verdad depende, en términos litúrgico, más que en el viernes de la pasión y en el domingo de la resurrección -no espiritual sino- corporal en el interregno. Sin éste lo primero no tiene sentido y lo segundo no es creíble. El principio existencial de la vida se descubre en y desde el sábado tildado de santo, no de milagroso. En ese instante de misterio en el que en la oscuridad del sepulcro, por decirlo así, Jesús de Nazareth descubre el abismo del abandono de su Padre y desde allí mira la muerte a los ojos e, inexplicablemente…, ¡la vence!

Sin ese pasaje oculto en el que no hay testigos ni palabras -o como se quiere hoy día, sin relatos- el sufrimiento, el dolor y la miseria humana serían tan absurdos, como vana la mera resurrección ideal o espiritual de tan noble y bondadosa ejemplaridad.

Aplicando ese pasaje en este capítulo de la historia de todos los pueblos en iguales condiciones aquí y ahora mismo, podremos cernir y discernir por qué la hora de la verdad es crítica. Lo es porque requiere de cada uno y de todos nosotros que tomemos partido: por la vida, por el cambio y el nuevo orden, y por la justificación de nuestra propia especie como animales racionales y políticos.

Dada la gratuidad de esa mirada tantas veces soslayada, podremos “decirle adiós a los poderes gigantescos del hombre” y a la “retórica de la elocuencia” (Mary Shelley) al enfrentar la hora de la verdad.

Ahora bien, si bien es cierto que “la humanidad no formula preguntas que no puede resolver” (Hegel), eso se debe según mi comprensión a que en tiempos de emergencia y frente a la crisis que sea e independientemente de si acontece a la hora de la pandemia, de los políticos, de los filósofos o simplemente de la verdad, para repuntar de cualquier escollo se requiere no solo “regresar al centro del misterio” (Hans Urs von Balthasar) y contemplar a los ojos lo esencial de la vida, sino trabajar y acabar “la tragedia de no querer luchar por superarla” (Albert Einstein).