Ya que en esta confusión de deseo nadie sabe el puesto que le toca, propongo sin espacio para la diferencia que además de abrir ventanas al conocimiento, la lectura es también una de las formas del recuerdo. Acudo así a la sutil magia amable de un libro para endulzar la memoria dura de un muchacho triste frente al Atlántico en las piedras de El Morro en el Viejo San Juan. Allí tirado como un bendito pasé horas leyendo de todo. Entre ese todo estuvo siempre Clarice Lispector y su relato La hora de la estrella. Quizás lo más fascinante de esta historia es el juego deliberado de la autora en tanto a la voz narrativa. Quien cuenta es un hombre, que llega a decir cosas tan estremecedoras como “lo que escribo lo podría escribir otro. Otro escritor, sí, pero tendría que ser hombre, porque una mujer escritora puede lagrimear tonterías”. Esto está buenísimo para un epígrafe de mi nueva novela, ya que como escritor, yo estoy jugando a ser escritora.

Esta propuesta de superposciciones, indiferencias y omnipotencias a través de la escritura, es lo que hace la lectura. Asistimos a la confesión de una pasión. Un hombre que admite que la raíz de su locura y desenfreno es una joven norestina del sertao de Alagoas. Lo interesante es que puede regar como pólvora el chisme y denostar a la muchacha, pero decide escribirle o (des)cribirla; decirle directamente a la chicuela “tu cuerpo es una circunstancia de tinta roja”. El hombre (la verdadera Clarice), escribe, pone palabras una al lado de la otra, preguntándose: “¿Será verdad que la acción supera la palabra?”

Más que superarla, en mi opinión, creo que una cosa y la otra se (con)funden. Bien lo dice el narrador cuando, hecho ya Clarice, dice “la acción de esta historia tendrá como resultado mi transfiguración en otro y mi materialización final en objeto. Sí, tal vez alcance la flauta dulce por la que me treparé en suave enredadera”. Esta breve historia es muchas cosas, entre ellas, un tratado de la lectura-escritura como una de las formas de la meditación y como bien dice la Lispector, “la meditación no tiene que significar nada o dar resultados: la meditación puede verse como fin de sí misma. Medito sin palabras y sobre la nada. Lo que confunde la vida es escribir”.