Entender el racismo como una postura heterofóbica, es decir, como un rechazo a la diferencia permite dialogar sobre la permanencia de las prácticas, de las creencias, de los comportamientos y prejuicios velados que ocultan la discriminación racial; alejados ya del sistema esclavista-colonial que le dio origen en nuestra América.

Hicimos distinción entre el racismo clásico (la ideología racista “científica”) y el neorracismo más sutil del discurso y las acciones que muestran o se regulan por el rechazo al otro diferente. Así el concepto “racismo” deja de referenciarnos lo biológico (la falsa categoría de raza) y pasa a mostrarnos aspectos más culturales ligado a una narrativa de diferenciación y jerarquización de los grupos humanos según unas formas estereotipadas dadas.

Entonces, al hablar de racismo lo hacemos, primero, de un mecanismo de diferenciación en el que se adopta un criterio fenotípico visible; regularmente se reduce al color de la piel como formula diferenciadora.  Esta diferenciación por la epidermis, palpable e irrefutable, es la originaria en América ligada al sistema esclavista colonial; pero conduce más tarde a formas culturales menos visibles con las que determinadas personas o grupos sociales son etiquetadas, atribuyéndoles de antemano unos rasgos diferenciadores respecto a otros.

En esta segunda acepción del término racismo es que manejamos la cuestión racial como una realidad compleja de diferenciación intencionada que busca establecer un trato preferencial sobre otros, tomando como criterio atribuciones fenotípicas. En este sentido, conviene hablar de prejuicios raciales, de discriminación racial, de comportamientos raciales, de discursos raciales, en fin, de la cuestión racial como una compleja red de acciones, prácticas, discursos, símbolos de diferenciación en provecho de unos sobre otros diferentes.

Así, cuando en cualquier país andino se establece que un indígena o un “cholo” (mestizo) no posee determinadas cualidades atribuidas a los blancos y es objeto de burlas o conductas inapropiadas, por pertenecer a este grupo humano, estamos frente a acciones racistas que bien pueden expresarse en el lenguaje o ser criterio para no tratar de forma igual a las personas con distintas atribuciones fenotípicas. Hoy nos interesa esa segunda forma de racismo, más atenuada y sutil, ya que existe la idea generalizada de que o “no somos racistas” o bien las conductas y expresiones racistas explícitas están mal vistas socialmente; en consecuencia, se limitan.

Este juego de postura, entre la negación y la condena, amerita una genealogía del racismo con una mirada crítica que permita descifrar la cuestión racial en la actualidad. No basta con la tonta idea de que “somos un país de mulatos, por tanto, no cabe el racismo” o que “aquí no hubo segregación dada la relajación de nuestro sistema esclavista” o “la pobreza nos igualó a todos” o “lo importante es el clasismo y no el racismo”. Todas estas afirmaciones se someten a juicio en base al análisis mesurado y crítico sobre el presente; partiendo tanto de lo que vemos a diario como de lo que se oculta en determinadas formas simbólicas, estilos de vida, ilusiones, discursos literarios y lenguajes artísticos.  Pero antes de hacer esa crítica al presente, la inquietud y la bondad intelectual, nos exigen volver al pasado y recuperarlo desde una visión crítica y no anacrónica.

En nuestro país se hace más urgente la mirada crítica a la memoria histórica dado que el discurso oficial jugó con mucho éxito, en los albores de nuestra construcción del sentimiento nacional que llamamos identidad nacional, la partida de la invisibilización y el ocultamiento de lo negro. Incluso, rara vez se hizo mención del matiz racial de muchos conflictos históricos durante la formación de la república y, por supuesto, en la primera mitad del siglo XX cuando se constituye en ideología política las posiciones de una élite añeja y nostálgica del pasado hispánico.

No soy historiador ni pretendo serlo. No me reviste esa autoridad casi sacral del que tiene una narrativa sobre el pasado y puede o bien “reconstruirlo” a partir de las fuentes objetivas o acomodarlo a los hechos del presente; o ambas cosas a la vez. Sí creo que la memoria histórica es un asunto de todos y que más allá de la historiografía o el discurso historiográfico está la mirada crítica sobre lo que hemos hecho con lo heredado.