Con el sol quemándolo hasta los tuétanos, el Muchacho, de tez oscura, terminó de llenar la carreta. Pasó sus ásperas manos por su frente para intentar secarse el sudor. Ese gesto era más bien la expresión de quien aprecia un trabajo que acaba de terminar que de quien se quiere secar real y efectivamente el sudor.

El Muchacho, moreno, marchando junto al asno que tiraba de la carreta, se puso a caminar hacia la casa del propietario de la finca, ésta vez convencido de que su jefe estaría satisfecho. Iba hablándole al burro, con la inocencia que le era característica.  Decía, por ejemplo:

– ¿Sabes, Burro? Con el cheque que me dará el Jefe podré comenzar a construir mi casa y enviar nuevamente mis hijos a la escuela.  Quisiera también comprar unas camisas, uno nunca sabe cuando se necesitarán. Podré además hacerte una pileta, para que disfrutes de toda el agua que desees. Le regalaré algo a mis padres y, si algún dinero me quedara, iría al dentista, que mucho tiempo he aguantado esa muela.

El Burro, menos burro de lo que la gente está inclinada a pensar, lo miró escéptico, pero se reservó su  desconfianza. No quería darle más razones al muchacho para que le llamara aguafiestas. Así que le permitió al muchacho darle nuevamente rienda suelta a su fantasía masturbatoria.

Recorridas las seis millas que separaban la plantación de la casa del Jefe, el muchacho se dirigió rápidamente, aunque tratando de disimular su prisa y los sonidos que producía su estómago, hacia la puerta del propietario. Tocó, no con demasiada fuerza, por prudencia. Su jefe era el gran terrateniente de la región. Todo el que trabajo quería, debía procurar mantener sus buenas relaciones con el Jefe. La puerta se abrió lentamente y su corazón dio un brincó.

– Dime muchacho, ¿Cómo te puedo engañar… perdón, ayudarte?

– Señor, le he traído los frutos que me pidió. Con esta carreta completo la cuota de la semana, verifiqué tres veces

– Ah, perfecto. Puedes pasar a dejarlos en la bodega. Voy a necesitar otra carreta, pero más llena que ésta. Las cosas están caminando por buen camino. Los precios se mantienen altos. Estamos en crecimiento.

– Delo por hecho, Jefe.

Haciéndose el desentendido, el Jefe intentó cerrar la puerta. Pero finalmente el Muchacho encontró, en alguna parte entre su carne y sus huesos, el valor de preguntar por su cheque.

– ¡Ah, sí! Tu cheque. Pues fíjate que aún no ha salido. La secretaria ha estado enferma. Tráeme la carreta que te pedí. Seguro que cuando estés  de vuelta te lo tengo listo.

Quiso protestar, pero no le salió una sola palabra de la boca. Confiando nuevamente en la palabra de su jefe fue a rellenar la carreta. Se presentó dos, tres, cinco, ocho veces con la carreta cargada de tal manera que si hubiese puesto una más la carreta hubiese terminado por desplomarse o el Burro por romperse la espalda. Pero tantas o más veces el Jefe presentó excusas para no darle al Muchacho lo que se tenía bien ganado. Mientras tanto la casa del Jefe crecía. Compró carros lujosos y contrató más empleados de los que necesitaba. Se dice que tenía uno por metro cuadrado.

Ya había el Muchacho perdido la cuenta de los viajes que había hecho, y aún peor, perdido la paciencia, cuando tocó energéticamente la puerta del Jefe. Espero unos segundos. Su estómago comenzó a sonar. El Jefe abrió despacio, lo que le dio un toque dramático al asunto. El Muchacho iba a abrir la boca, pero el Jefe se le adelantó.

– Muchacho, debo de sincerarme contigo: estoy arruinado. Si no hacemos algo me veré obligado a cerrar el negocio.

– Y yo nunca recibí mi cheque. Mis hijos me esperan en casa. Les prometí que los enviaría a la escuela, a una buena.

– Lo sé, Muchacho, pero no fue mi culpa, no pude preverlo. La economía, la inestabilidad de los precios me han jugado una mala pasada. Aún podemos hacer algo. No todo está perdido para la educación de tus hijos.

– ¿Qué debemos hacer?

– Debes traer, por lo menos, cuatro veces más frutos. Sólo así podré darte el dinero de la escuela de tus hijos.

El Muchacho se estrujó los ojos. Espiró, con exasperación, y miró al Burro. Modesto, no dijo ni una sola vez de lo que ya había dicho tiempo antes. El Muchacho levantó la mirada hacia el Jefe. ¿Qué hacer?