Los excesos en el gasto público y la discrecionalidad con que los gobiernos han manejado siempre el presupuesto de la nación, confirman el escaso avance en materia institucional alcanzado a lo largo de nuestra práctica democrática. El sector público ha actuado sin límites, con efectos negativos en la economía. Tenemos por ejemplo la tendencia a imponer controles, de precios como de cualquier otra naturaleza, los que han resultado fatales para el desarrollo y la producción.
Tantas veces se ha pretendido enfrentar el problema del abastecimiento de productos esenciales, mediante los sistemas ya desacreditados de cuotas y controles de precios, más drástica ha sido la escasez y más alto han subido los precios. Estas clases de medidas destruyen los mecanismos naturales de comercialización y desalientan la producción. Sus efectos son desastrosos, reflejándose en crisis de abastecimientos a las que las autoridades sólo pueden ofrecer soluciones temporales.
Los mercados bien abastecidos son aquellos dejados a la libre competencia y a las fuerzas naturales del mercado. Aquí se ha pretendido siempre que un productor bajo los rigores de políticas inflacionarias, venda sus productos por debajo de los costos. Como ejercicio propio de la demagogia esta práctica es beneficiosa en la medida en que un partido, o un gobierno, puedan satisfacer así necesidades de sectores importantes de la población. Sin embargo, a la larga, e incluso a mediano y hasta a corto plazos en ocasiones, este tipo de política acaba con la producción y afecta más terriblemente a los núcleos sociales a los cuales supuestamente beneficia.
Además, las políticas de controles y subsidio sólo han alimentado una burocracia que crece desordenadamente en la medida en que aumentan las exigencias de un proselitismo de consecuencias funestas para la economía y la propia estabilidad institucional.