Este texto es para los que andan en el filo del vivir, pero no porque estén a punto de rozar la locura, sino porque observan aquello que se esconde tras la apariencia. Aquellos que escuchan el grito que está un poco más allá de la dolorosa y ciertísima cotidianidad que nos somete.
Esta semana me pinté las uñas de un tono carne oscuro. Hace años que solo uso esmalte natural. En la mañana del miércoles, con una somnolencia que no pasaba de serlo y que no daba para una siesta, decidí pararme, moverme, ¡hacer algo! Era eso o quedarme como un mamón en un árbol, esperando caer por el golpe de una pedrada, o podrirme. Si algo se sobre la mente es que no puede dejarse sola y quieta por mucho tiempo. Empieza a fabricar vainas. Literal.
Me puse a cargar agua. Resulta que las provisiones se habían agotado, pues el noble líquido no asomaba a las boquillas de las llaves desde la noche del lunes. En el ínterin, multitarea como soy, resuelvo lavar el baño, de manera que al final tendría todos los tanques llenos de agua y la casa limpia, pues también me encargué de los pisos. Para cargar agua me serví de una palangana mediana que podía sostener por la doblez en sus bordes, donde las manos hacían una tracción perfecta.
Mis dedos estaban resentidos al final de la jornada. Reparé en mis uñas. Entre llenar y vaciar, el color en sus bordes se había deteriorado. Luego del desastre del esmalte, me quedé pensando en las historias que se esconden tras las uñas rotas, cortas, la mancha de cloro en mi suéter negro; el que definitivamente debí quitarme antes de empezar todo. Pensé en el humor que tenía al final, el dolor en mi región lumbar y en los talones de los pies. Eso me llevó a pensar en las mujeres de nuestros barrios.
De chiste hay quien cita: “viviendo en Gascue pero como si fuera en Capotillo”. También he leído de otros: “Nacotillo”, ante ciertos eventos de esos que alteran la paz habitual que caracterizan las asfaltadas calles de los ensanches atestados de torres. Y aunque estas palabras no vienen de personas mal intencionadas, sí traducen un pensamiento doloroso que, instalado en la psicología colectiva, defiende que “algunas situaciones” sí pueden suceder en Capotillo, en Villas Agrícolas, Los Guandules, Los Mina. Expresiones como éstas nos cuentan cómo algunas carencias y circunstancias de dificultad están normalizadas para quienes viven en los barrios. Por demás, sectores híper poblados, y donde los servicios básicos no son ofrecidos en forma regular.
Observando mis uñas me dije: “conoces la historia de cada una de ellas, como muchos pensarán que saben la de nuestros barrios”. Y digo nuestros porque lo son, no están en una República alterna. Pero así como nadie que viera mis manos sabría del por qué estaban así, el relato tras “la verdad” de los barrios de la capital solo la saben aquellos que la viven a diario; esos que no se sorprenden con una redada de la Policía Nacional o algún cuerpo especial del orden; los que ven normal recibir el servicio del agua una vez por semana, -sequía de por medio o no- agradecen a Dios por ello, y adecúan sus actividades al horario de los apagones.
Es el relato que nos cuenta sobre los muchachos que juegan pelota en la calle menos transitada, porque llevan años demandando el polideportivo que ninguna alcaldía les termina de construir, como ocurre en Capotillo.
Al final de la tarde me antojé de volver a pintar las uñas, hasta elegí el mismo tono. Como si no hubiera ocurrido nada, todas lucían bien acabadas y brillantes. Pero no puedo decir cómo le hacen en Los Guandules para seguir el día. Después de todo, el paralelo que hago es casi un insulto, aunque yo también esté cargando agua.