Poco después del terremoto escribí que  inevitablemente la atención internacional sobre Haití disminuirá. Entonces la ayuda humanitaria descrecerá, los médicos y socorristas se irán y los haitianos tendrán que hacer frente a la tragedia en medio de la soledad que sigue a los infortunios. Ese día llegó y dije que sería el momento en que debemos estar preparados, porque vendrá acompañado de las réplicas que aún no han sacudido el suelo nativo y que se manifestará, Dios no lo permita, en avalanchas masivas de huérfanos y damnificados buscando lo que ya no podrían conseguir en Haití.

Los compromisos de la comunidad internacional no estuvieron acompañados de la voluntad posterior para cumplir con los objetivos de la recuperación haitiana. De esta manera el inevitable momento del olvido terminó de derrumbar las esperanzas que el sismo dejó débilmente en pie, sobre cimientos erosionados por la furia de la sacudida.

Para este país que comparte la isla y el destino con su vecino, era de la mayor trascendencia que esos compromisos garantizaran a los haitianos las oportunidades futuras que la ira de la naturaleza hizo escombros. La comunidad ha abandonado a Haití y delegó esa responsabilidad en su vecino. No bastaron los empeños para que el sentimiento de compasión y solidaridad mundial que siguió a la catástrofe no se extinguiera y la llama que iluminó los rostros sin vida de los sobrevivientes continuara ardiendo.

El problema haitiano no se reduce a una masiva ayuda humanitaria de alimentos y medicinas. El mundo tiene la obligación moral de ayudarle a levantarse del polvo y el desamparo, devolverle el verdor de sus campos, para que los ríos de nuevo fluyan y renazca la agricultura y con ella la esperanza. Y esa enorme tarea no es responsabilidad de un vecino con sus graves problemas que la inmigración ilegal incrementa cada día, en un clima de incomprensión e hipocresía internacional.