Históricamente la mujer ha sido sometida a los peores escrutinios y estigmas sociales. Basta con leer el relato de Eva en el Génesis o la historia de Pandora en la mitología griega para darnos cuenta las cuotas de culpas atribuidas a la mujer en los males de la sociedad.
Justo es señalar que el Cristianismo de alguna manera reivindica este papel al atribuir a una mujer haber prestado su cuerpo para el nacimiento de quien sería el redentor del mundo.
Pero esto ha sido en el plano histórico y religioso. Ahora bien, si el Cristianismo reivindica el papel de la mujer al mismo tiempo introduce en la historia otro elemento que sería la virginidad. Lo que no imaginó el Cristianismo era la distorsión social que posteriormente asumiría tal enunciado en el plano de las relaciones hombre-mujer.
Al margen de las consideraciones éticas y morales que encierra el tema, en el aspecto sociológico la virginidad pasaría a convertirse en una distorsión del sentido ético de la vida femenina.
Cualquier hombre podía atribuirse el rechazo tácito de una mujer si descubría en el lecho nupcial que no era virgen condenándola, posiblemente, a la peor de las humillaciones cuando osaban devolverlas a sus casas. De esta manera se legitimaba la supremacía del hombre sobre la mujer pues no importaba las cantidades de relaciones que un hombre haya tenido antes de formalizar un matrimonio. El estigma social sólo las condenaba a ellas.
Ser el primer amor de una mujer en el sentido sexual implicaba engrandecer la vanidad machista expresada en una palabra poco ética: La hice mujer. Expresión que todavía utilizan algunas mujeres para referirse al hecho como si hacer una mujer fuese el resultado de un momento de placer.
La hice mujer jamás será una expresión que conjugue en toda su dimensión lo que sería ser mujer porque ella es más que eso, es más que himen, es una persona.
Hacerla mujer implica muchas cosas y es el acto de una vida, no de un momento. Hacerla mujer es respetar su libertad y su vida, es amarla como es, sentir que sin ella no somos plenos no porque ella sea el complemento, sino porque ella es un sustento.
Hacerla mujer es respetar su decisión el día que el amor se nos ha ido de la piel y ya no puedo retenerla y no acudir a la salida cobarde de truncar su vida como si fuésemos sus dueños porque, precisamente no sentirnos sus dueños, también es parte de hacerla mujer.
Hacerla mujer es mirar el sol posado en su cara, la luna en sus cabellos y las estrellas en sus ojos. Hacerla mujer es decidir que un día la amaré, que un día opté por compartir mi vida con ella porque entendí que era la indicada como ella lo sintió por mí.
Hacerlo mujer es entender sus cambios de humor en esos días que tampoco son agradables para ella.
Hacerla mujer es sencillamente sentir que el amor se ha hecho mujer y que un día llegó hasta a mí en forma de madre, de hermana, de amiga, de novia o de esposa. Hacerla mujer es valorar su dimensión más allá de la pasión, endulzar sus lágrimas con mis besos y quedarme ahí mientras recuesta su cabeza en mi hombro el día en que sencillamente quiere que sólo le haga compañía.
Hacerla mujer es, en palabras más sencilla, pedirle que entre, sonreír, cerrar la puerta y en un suspiro que llegue al alma susurrarle al oído: Gracias por estar aquí y por amarme, Te amo…
Sólo así la haremos mujer…