La poesía cubana de los últimos cuarenta años aborda el inevitable motivo de la isla para impulsar orientaciones muy lejanas a las de la poesía celebratoria de la gesta del 1959, esa que no pudo atisbar las grietas en el pretendidamente infalible proyecto revolucionario. Dicha tarea la asume la producción que empieza a dar señales de un cambio de rumbo a finales de los años setenta e inicio de los ochenta. La obra de Reina María Rodríguez es pieza clave de ese nuevo ordenamiento.

Se trata de una poesía que persiste en emplear la ciudad como espacio privilegiado del decir poético no para aventurar el canto de una épica, sino como escenario proteico de un sujeto igualmente cambiante que asume la seña de la Historia con ironía. Se advierte también la recurrencia a las cartografías de lo íntimo para explorar los límites de la propia hechura del texto poético.

Conviene indagar en el modo en que se inscribe la poesía de Reina María Rodríguez en la coyuntura histórica que enmarca su producción, eso que antes identifiqué con la crisis del proyecto de modernidad social puesto en marcha en Cuba a partir de 1959. Por la fijeza de sus preceptos, pensados a partir de una normatividad orientada a la propia borradura del sujeto, llamémosle a ese proyecto la Ciudad Revolucionaria. Me interesa destacar la errancia del sujeto en la poesía de Rodríguez, la persistencia de ese yo lírico volcado hacia la búsqueda reiterativa del sentido en los objetos, espacios y rituales de una cotidianidad en ruinas.

Para cartografiar el itinerario de ese sujeto es necesario matizar lo que implica la Ciudad Revolucionaria por la cual se desplaza. En la obra de Rodríguez, La Habana se presenta como una especie de pharmacon, remedio y veneno para el yo desgajado de su escritura. El sujeto de esta poesía transita una ciudad ruinosa que lo retrotrae a la inmediatez de los usos del poder y a las tribulaciones propias al intento de inscribir sus señas en el terreno de lo político.

Los linderos que demarcan la Ciudad Revolucionaria fueron establecidos temprano en los años sesenta a través de hitos retóricos que delimitaron dicho espacio. El primero es el discurso de Fidel Castro en la Biblioteca Nacional de Cuba en junio de 1961, que marcó una divisoria en cuanto al lugar de los intelectuales en la nueva sociedad. Castro pedía del artista que “estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución”. En 1965, Ernesto “Che” Guevara refrendaría esta visión en su carta abierta a Carlos Quijano, publicada en el semanario uruguayo Marcha.

La secuela de esos pronunciamientos orientados a normalizar la tarea del arte y el pensamiento en la Cuba de las casacas alcanzó su grado más visible de ortodoxia en 1971 con el proceso en contra del poeta Heberto Padilla. Las derivas de este protocolo disciplinario se exacerban a lo largo de la década del setenta, atraviesan el escenario inmediato de la poesía de Rodríguez y a todas luces sobreviven en la Cuba actual en medidas arbitrarias y por demás contradictorias. Estos son, en recuento apretado, los límites de la Ciudad Revolucionaria en el plano de la cultura. Por más que la distancia histórica del establecimiento de esos lindes invite a pensar que el tiempo ha de haberlos vuelto porosos, la Ciudad Revolucionaria persiste en adecuar sus contornos ante cualquier contingencia.

Es imposible no establecer equivalencias entre el desplazamiento por la Ciudad Revolucionaria de la Reina María Rodríguez escritora y el del sujeto de su obra. Rodríguez es hoy por hoy una de las más altas cultoras de la poesía de habla hispana. Su prestigio se cimenta en dieciocho poemarios publicados, dos novelas y cinco libros escritos en una prosa que se mueve entre la crónica y la autobiografía. Por esta considerable producción, traducida a diez lenguas, Rodríguez ha merecido importantes reconocimientos, entre ellos el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013), la Orden de Artes y Letras de Francia (1999) y el Premio Internacional de Poesía Casa de las Américas en 1984 y 1998.

Aparte de sus laureles como escritora, desde mediados de los ochenta, Rodríguez ha sido una figura en torno a la cual gravitan artistas cubanos de varias generaciones. Su vocación socrática se consolida con la fundación del colectivo Paideia en 1984. Surgido como una propuesta alternativa de diálogo artístico e intelectual no vinculado al Estado, este importante foro de “sociabilidad intelectual”, al decir de Rafael Rojas, tuvo una intensa y corta vida. Para finales de 1989 ya se había desintegrado a raíz de la injerencia de los arcontes de la Ciudad Revolucionaria en los asuntos del grupo.

A pesar de este estado de cosas, la pervivencia de la figura de Rodríguez como eje aglutinador de contactos artísticos intergeneracionales no hizo más que intensificarse con el traslado de esas tertulias al espacio de su casa en la calle Ánimas de Centro Habana, la mítica Azotea. Por allí pasaron grandes nombres de la literatura cubana y latinoamericana, entre ellos Juan Gelman y Eliseo Diego, aparte de pintores, traductores y escritores que apenas comenzaban a labrar una obra, como es el caso de Antonio José Ponte, quien leyó en las reuniones de la Azotea su primera novela.

La consolidación de esta improvisada ágora al despuntar la década del noventa coincide con el advenimiento de cambios significativos en la cotidianidad de los cubanos a raíz del desmoronamiento del bloque soviético y el inicio de esa suerte de paréntesis en el desarrollo del proyecto de la Revolución que el oficialismo dio con llamar “Período Especial”. Las respuestas del gobierno a la crisis económica surgida de esta coyuntura incluyeron la legalización del uso del dólar estadounidense y el establecimiento de empresas de capital compartido con inversionistas extranjeros. En el plano ideológico, la exacerbación del nacionalismo sirvió de trasfondo a los ajustes económicos, políticos y sociales, una estrategia que contrastaba con el carácter “internacionalista” de la Ciudad Revolucionaria celebrado hasta ese momento.

Estos cambios acarrearon a su vez profundas transformaciones sociales que dejaron su marca en la producción cultural. Son muchas y variadas las propuestas estéticas que en mayor o menor medida registran esas mudanzas, al punto de que se ha vuelto común entre los críticos el recurrir a la etiqueta de “literatura del Período Especial” para dar cuenta de este vasto archivo. La literatura de Rodríguez podría leerse a partir de tales coordenadas, pero su insistencia en la relación del lenguaje poético con la realidad comporta un nivel de complejidad que va más allá de la inmediatez de las periodizaciones y contingencias históricas.

En la poesía de Reina María Rodríguez, La Habana es un universo que se dilata en su fijeza. La ciudad parecería funcionar como eje desde la cual se registra el tránsito del sujeto hacia lo que se intuye como una intelección de la vivencia. Se trata de un giro identificable en toda su obra. En sus textos sobresalen los motivos de la ausencia, la ruina, la carencia y el vacío vistos a través de un sujeto que persiste en los rituales del autoconocimiento. Desde sus primeros libros: La gente de mi barrio (1978), Cuando una mujer no duerme (1980) y Para un cordero blanco (1984), la insistencia de lo privado muestra el trazo intimista que oxigenó la poesía cubana de esos años.

A partir de su cuarto poemario, En la arena de Padua (1991), Rodríguez afina los ejes en los que se anclará su dicción. Se atreve con el canto de lo nimio, de los objetos del azar cotidiano, a la manera del José Lezama Lima (1910-1976) de “El pabellón del vacío”, capaz de encontrar en el hueco de una pared de fonda toda una cosmogonía. El sujeto de En la arena de Padua también parece sospechar la necesidad de un núcleo motor que garantice una salida: “a todo lo que hago le falta centro, algo que yo misma comprenda, que yo sepa saber”. La cita es del poema “Poliedros”, en el que el hablante describe una escena doméstica empleando un tono especulativo que da pie a elucubraciones en torno a la subjetividad y la propia escritura. Estas son coordenadas que se aprecian en ciernes en los libros anteriores y que alcanzan primacía a partir de En la arena de Padua.

La poesía de Rodríguez ganará en densidad filosófica y estilística. Al nivel de la forma, ensaya con giros vanguardistas como, por ejemplo, el prescindir de las mayúsculas y los experimentos con la hibridez de géneros. Asimismo, sus textos adquieren un carácter entrópico fácilmente discernible en la crisis del cuerpo, que en su poesía anuncia también la crisis del cuerpo político de la nación, como se aprecia en “Las islas”: “mira y no las descuides. / las islas son muchos aparentes. / cortadas en el mar / transcurren en su soledad de tierras sin raíz. / en el silencio del agua una mancha / de haber anclado solo aquella vez / y poner los despojos de la tempestad y las ráfagas / sobre las olas. / aquí los cementerios son hermosos y pequeños / y están más allá de las ceremonias. / me he bañado para sentarme en la yerba / es la zona de bruma / donde acontecen los espejismos / y vuelvo a sonreír”.

Antes aludí a cómo la exploración desatada por el sujeto en la poesía de Rodríguez se concentra en objetos, espacios y rituales de una cotidianidad en ruinas. Esta particularidad vuelca su artesanía a la zona de lo que Jacques Rancière identifica con la labor del “poeta geólogo o arqueólogo”, para el cual “no hay nada insignificante”. Al hacer del sujeto de sus textos un efectivo productor de mitos, la poesía de Rodríguez explota esa voluntad arqueológica en el sentido de que posibilita el otorgar categoría de arquetipo a cualquier elemento del azar cotidiano. Ejemplo de esto es el poemario El piano, publicado en 2016, en el cual la historia del piano de la infancia destruido activa la entrada al ámbito en donde el sujeto intuye la definición de una experiencia poética: “Pregunto a las letras: ¿qué dirán? / ¿Qué poesía traen a mí / cansada de tanto poetizar la realidad?”. Por su parte, en “El arca”, del poemario Luciérnagas (2017), el hablante transita las calas recurrentes en la poesía de Rodríguez, pero esta vez condensadas en un lenguaje de mayor llaneza. En este poema también se nota la pretendida claridad que el sujeto encuentra en su empeño arqueológico:

Dónde se volverán a unir
los animales salvajes del karst:
el cervatillo con la liebre
y la manada de jabalíes oscuros.
Por dónde regresaremos de este largo peregrinar
movidos de uno a otro confín
por el ansia de hallar un sitio de reposo
donde la manada resucite entre las páginas
de un libro cerrado
que dejó de ser aspiración o folklore
y donde no suceda más la destrucción
de sus animales: peces, crustáceos, colibríes,
monos tití, hombres,
para que puedan regresar
con sus nuevas lenguas
más allá de la frontera ficticia
de un mar
y donde hablar sobre el arca no signifique
su reducción a no ser patria de nadie.

Como se ve en este fragmento de “El arca”, la persona poética se erige en testadora de una memoria que no compagina con las lecciones de superioridad moral del sujeto de la Ciudad Revolucionaria. Ese posicionamiento justifica el gesto indagador del sujeto en su perpetua errancia. Se trata de un viaje inconcluso, como en la imagen del arca que no alcanza a contener toda la fauna que supone, pero la pulsión utópica de estos versos graba la huella de un imponente desplazamiento estético, semiótico y político.