Los lectores de esta columna recuerdan que fui un crítico persistente y duro de José Francisco Peña Gómez, y durante años muchos de ellos me lo echaron en cara y no dudo que aun algunos todavía me lo tengan en cuenta. Sin embargo, al final de su vida nuestras relaciones cambiaron.
Debió ocurrir cuando vi de cerca una faceta de su personalidad que ya conocían sus seguidores. Nunca lo creí el líder que el país necesitaba para ocupar la presidencia, pero el Peña que llegué a tratar era un hombre afable, de buen corazón, incapaz de sentarse a planificar el daño a un tercero. Su problema era la falta de control emocional que tantas veces exhibía, generando intensas pasiones y temores en los círculos de poder. Allí residía la causa de que medio país le temiera tan fuerte como el resto de la nación lo siguiera y amara.
El muro que nos distanciaba se derrumbó por efecto de una situación ajena a ambos. Unas declaraciones suyas desataron montones de críticas en su contra de sectores de la prensa hasta entonces muy cercanas al PRD. En uno de esos arranques típicos de su personalidad, Peña los llamó “disparatosos” y todos los fuegos del averno cayeron sobre él. Yo le defendí escribiendo que el derecho de la prensa a criticarle le daba el derecho a criticar a sus críticos. Él me llamó e iniciamos un trato de respeto mutuo que se prolongó hasta el final de sus días.
Hablamos por última vez en un encuentro casual, en la peluquería de Otazu. Él salía y yo esperaba turno. Su estado de salud había desmejorado. Estaba delgado y su voz no era la misma. Parados en el pasillo, me clavó sus uñas sobre el brazo izquierdo y como queriendo despedirse me dijo: “Quiero irme en buenas con todo el mundo y pienso que lo estoy logrando, aún con mis peores enemigos. Sólo no he podido hacerlo con Vincho Castillo…, pero lo perdono”.
Cuando recuerdo la escena, a pesar de los años, se me hace un nudo en la garganta.