El código genético del sistema cultural dominicano consta de diversas características. Analicé recientemente su carácter atávico, pues, sometido por su espíritu empresarial, está privado de un orden público y desconoce cualquier asomo de bien que sea común. Igualmente, describí en el ámbito económico el claroscuro que lo acompaña, discerniendo la claridad en el afán de sobrevivencia de toda una población abandonada a su propia suerte y la oscuridad en la falta de solidaridad manifiesta en la galopante desigualdad social que ahoga al país.

La tercera característica del código cultural dominicano queda expuesta de manera eminentemente objetiva en esa gran paradoja que atraviesa la historia de la República Dominicana: se labora por algo y se logra lo contrario. En otras palabras, el resultado o fruto objetivo del comportamiento subjetivo del individuo no se corresponde con lo pretendido.

En efecto, el grueso mayoritario de la población dominicana ha permanecido durante largos siglos librada a su propia suerte. Quedó en vilo, tanto de la corona española, como de uno y otro de los sucesivos gobiernos con sede en el sur del país. A pesar de ello, sacó de abajo, recurrió a su propio espíritu de sobrevivencia y ya en pleno siglo XIX había ganado al menos dos primeros lugares históricos.

El primero y más aplaudido: machete en mano salió victorioso de la guerra restauradora, dejó atrás para siempre la interpuesta pero anacrónica corona española en territorio dominicano, al tiempo que confirmaba su espíritu de independencia original. Y el segundo y menos reconocido de esos logros fue éste: por primera vez en la historia oriental de la Isla se traspasó la puerta de entrada del libre comercio internacional, desprovisto de cualquier tipo de respaldo gubernamental.

El actor principal de ambos logros fue el mismo. No me refiero a uno u otro gobernante entronizado en un pedestal capitaleño, o a alguna autoridad acomodada en su silla poltrona y ni siquiera a volubles caudillos regionales o héroes posicionados de alguna aduana norteña, región geográfica o sede de gobierno. Ninguno de esos, sino a un sin número de productores anónimos y sin más valor que el de su apego a la vida y el indiscutible optimismo esperanzador de su laborioso afán cotidiano al frente de sus conucos y ulteriores negocios y empresas.

Ahora bien, esos dos eventos históricos encubren la gran paradoja de la historia dominicana. Algo así como lo que sucedió con Moisés. Éste liberó a su pueblo, pero Yahvé (“Yo soy el que soy”) no le concedió entrar a la tierra prometida. Valga pues la analogía, la población dominicana, anónima y desheredada de toda fortuna en el fantástico reino de este mundo, instituyó un ordenamiento social por medio del cual la economía dominicana salió de su marasmo y la patria recobró su independencia. Pero, -y es aquí donde interviene dicha analogía, lejos del desierto bíblico- no fue ese Yo que remite a Sí mismo, sino otro poder el que extrañó a la población de su propio esfuerzo.

Tal y como finalmente queda evidenciado tras la hazaña restauradora, la impotencia de cada yo particular, en tanto que desprovisto de formación cívica y sentido de colectividad, acabó desde aquel entonces retenida una y otra vez a la entrada de la vida republicana. Flanquear las puertas de entrada requería lo que no se tenía, sentido de corresponsabilidad pública, respeto a las instituciones, obediencia a la ley y, -no se minimice o soslaye-, el sí mismo de cada uno en tanto que garante y solidario del proyecto común de “todos nosotros”.

Es así que hace crisis la paradoja, por primera pero no por única vez en la historia dominicana. La población que lucha por la independencia, es decir, la misma que avecina la economía a su estadio capitalista, es la misma que queda marginada de la acumulación de riquezas y a las puertas del orden democrático de la restaurada república.

Su primer mercado libre y de raigambre capitalista, el tabacalero, dio pie –como se decía en Europa– a la avaricia disfrazada de interés particular; pero a pesar de ello –a diferencia de lo que sí aconteció en suelo europeo– fue impotente para la formación de una conciencia cívica circunscrita por una institucionalidad final y progresivamente democrática y capitalista.

A ese propósito, se impone una cierta digresión de raigambre teórica ayuda a explicar lo sucedido.

En un escrito anterior, al realizar un contrapunteo con Europa, advertí a propósito de los patrones de comportamiento cultural la contribución de un renombrado “filósofo” “moralista”, Adam Smith. Pues bien, en el contexto histórico del país, su incidencia no fue aquí como en Escocia y el resto europeo.

Dada la presencia católica en los seminarios y pulpitos del país, el “affectus comprimet” de los escolásticos devino en las sociedades comerciales -(las que están gobernadas por los intereses económicos o por la avaricia disfrazada de interés)-  el reino de la ‘douce’ avaricia, según Montesquieu. Éste contribuyó al desarrollo de la idea del “interés” como pasión calculadora y racionalizada que, al satisfacer al individuo, también satisface a la sociedad. Aquel afecto, hoy interés y pasión, es el único capaz de controlar y dominar a todas las demás pasiones y desafueros en orden a instituir sociedades pacíficas y harmoniosas.

Ahora bien, ¿dónde se entreteje y cultiva ese propósito final de la convivencia cívica en el mundo europeo, y como herederos suyos hoy día en la sociedad estadounidense y ya incluso a escala global? La respuesta está dada en el mercado.

Bernard Mandeville afirmó con plena razón que en Europa se dio rienda suelta a la avaricia individual, para que contuviera las pasiones religiosas e ideológicas exacerbadas tras las guerras de religion, y el progreso tuviera alguna oportunidad de materializarse. Y con más razón entonces, el loco de la Gaya Scienza nietscheana enciende su lámpara para anunciar en el mercado que “Dios ha muerto” y que “nosotros lo hemos matado”, de modo que sólo queda reconocerlo y constatar el imperio de la voluntad de poder.

La importancia de la precedente digresión teórica es capital. Del adecuado funcionamiento del mercado se depende en el mundo moderno y en el postmoderno a la hora de satisfacer necesidades materiales y culturales. Parafraseando a Adam Smith, en él hay que lograr la coexistencia y la felicidad, pero éstas en tanto que cada individuo venda su producto a cada comerciante y estos al comprador final, independiente de variables como la religión, la nacionalidad, la raza, la etnia, el linaje, las costumbres, las tradiciones, las creencias, las preferencias estéticas, el idioma, el grado de conocimiento u otras. El ideal es generar riqueza en cada negocio y en cada nación. No de manera arbitraria e incondicional, sino de forma tal que cada uno obtenga su bienestar tratando bien al otro y, así, ambos poder convivir en harmonía y sujetos a reglas y normas comunes. 

Ahora bien, al margen de lo concebido y acontecido en aquellos mundos y sociedades de allende, en la República Dominicana no se llegó ni se ha llegado todavía a tanto.

La economía capitalista no fue precedida por un andamiaje ideológico e institucional capaz de enmarcar su propósito moralizante. De modo que despertó el egoísmo y hasta la codicia particular, pero no así una institucionalización normativa ni una idea patria de Estado político y subsecuente bien común. En el país aparecieron para quedarse la avaricia y el interés privado en el mercado (inicialmente solo en el del tabaco y hoy más omnipresente), pero pasaron a dominar sin contrapeso ni equilibrio el escenario en el que no dejan de actuar de manera desenfrenada la ambición y el desenfreno de tantas pasiones y deseos individuales.

La población no se preparó ni fue formada para el surgimiento de un régimen capitalista, ni antes ni después de 1844; simplemente incursionó en el libre mercado por necesidad y sin saberlo, como si fuera la desconocida nación prometida. Cada individuo por sí solo, preocupado por escapar de su histórica orfandad institucional, forjó espontáneamente un patrón de comportamiento cultural cuyo ideal es y sigue siendo velar por el bien propio y no por el de los demás.

De ahí se siguen, tanto el desenfreno natural del egoísmo, como la debilidad e ineficiencia de cualquier esfuerzo estatal que, a posteriori, pretenda hacer valer e imponer un orden público apelando a la fuerza -incluso del terror tiránico- o a la fría universalidad institucional de un ordenamiento jurídico impersonal.

Pero lo más significativo no es que el sujeto dominicano –sumido en su propia conveniencia e interés– no lograra institucionalizar una percepción y sentido del bien general en el Estado político. No; lo más llamativo y paradójico es que el mismo sistema económico que se introduce en el país gracias a su esfuerzo e iniciativa económica termina excluyéndolo, al igual que un Yo superior excluyó a Moisés de su entrada en la tierra prometida. Y en el lar dominicano queda segregado y excluido porque su propio yo individual y el de sus pares, reflejos y asociados de manera individual con la forma de gobierno que reproduce otro yo superior en el país, consagran mediante estallidos sociales y más recientemente un tipo de democracia electoral, la estructura de poder que los excluye en tanto que incapaz de integrarlos y garantizarles igualdad y equidad de oportunidades.

En esa historia, la gran mayoría de la población dominicana hace las veces de Moisés y, como éste, lidera un proceso social e incluso hazañas y campañas políticas, para finalmente terminar siendo incapaz de entrar y disfrutar de la tierra prometida por la que tanto afana económicamente.

Por tanto, la gran paradoja histórica de laborar a favor de algo y conseguir sin remedio lo contrario, hasta el punto de ser excluido de sus frutos, es la tercera característica inherente al código cultural dominicano. Y como me queda por ver, en la sola medida en que esta objetividad histórica interactúa con el atavismo inherente a la existencia dominicana y con su comportamiento volitivo claroscuro, se superan en un tipo de conciencia cuya manifestación, como me queda por ver, es la cuarta característica esencial del ADN cultural dominicano.