EN EL otoño de 1948, después de ocho meses de lucha continua, fui promovido al noble cargo de cabo. Después de tomar parte en un curso intensivo para líderes de escuadrón, me permitieron elegir a mis nuevos soldados: nuevos inmigrantes de Polonia o Marruecos.

(Todo el mundo quería búlgaros, pero los búlgaros ya habían sido reclutados. Se sabía que eran excelentes combatientes, disciplinados y estoicos).

Opté por los marroquíes. También dos tunecinos y cinco turcos, en total 15 hombres. Todos ellos acababan de llegar en barco y ninguno hablaba hebreo. Entonces, ¿cómo puede uno explicarles que una granada de mano tiene un alto curso de vuelo y un ángulo de descenso pronunciado?

Por suerte, uno de ellos sabía algo de hebreo y traducía al francés, uno de los turcos sabía algo de francés y traducía al turco, y así salimos adelante.

No resultó fácil. Había muchos problemas psicológicos. Pero decidí adaptarme lo mejor posible. Por ejemplo: un día recibí la orden de ir a la costa y llenar un camión con arena, para ampliar nuestro campamento con más tiendas de campaña.   

Cuando llegamos a la playa, ninguno de mis soldados se movió. “¡Hemos venido a este país para luchar, no para trabajar!”, explicó su portavoz.

Yo estaba desconcertado. ¿Qué hacer? El curso no me preparó para tal situación. Entonces tuve una idea. Dije: “Tienes toda la razón. ¡Por favor, siéntense debajo de ese árbol y disfruten de la sombra!”.

Tomé una pala y comencé a cavar. Los escuché susurrar. Entonces uno de ellos se levantó y agarró una pala. Luego otro. Al final todos trabajamos felizmente.

DESGRACIADAMENTE, NOSOTROS fuimos una excepción. La mayoría de los askenazíes (judíos de ascendencia europea) que habían nacido en el país o habían inmigrado años antes, pensaban que habían hecho su parte y sufrido lo suficiente, y que ahora dependía de los nuevos inmigrantes orientales hacer lo propio. La diferencia cultural era enorme, pero nadie les prestaba mucha atención.

Poco después de esa escena, nos permitieron irnos por unas horas a Tel Aviv. Cuando subí al camión, noté que algunos de mis hombres no se subían. “¿Están locos?”, grité. “¡Un pase en Tel Aviv es el paraíso!”.

“Para nosotros, no”, respondieron. “Las chicas de Tel Aviv no saldrán con nosotros. Nos llaman ‘marroquíes delincuentes’”. De hecho, hubo algunos casos de marroquíes calenturientos que se habían sentido insultados y habían atacado a personas con cuchillos.

Mi actitud hacia “mis marroquíes” valió la pena. Cuando me hirieron gravemente, cuatro de ellos me salvaron, bajo un intenso fuego enemigo. Me concedieron 70 años más de vida (hasta ahora).

Unos años más tarde, cuando ya yo era el editor jefe de una revista de noticias, publiqué una serie de artículos de investigación bajo el título “Al diablo los Negros”. Contenía revelaciones sobre la discriminación contra los inmigrantes orientales (apodados “negros”, aunque son marrones). Eso despertó una tormenta de ira en todo el país. La misma insinuación de discriminación fue vehementemente negada.

A fines de la década de 1950, un incidente menor en el barrio de Wadi Salib en Haifa provocó grandes disturbios por parte de los judíos orientales. Toda la prensa se puso del lado de la policía, mi revista fue la única que justificó a los rebeldes.

TRAIGO A colación esta vieja historia porque de repente se ha vuelto muy actual.

Una serie de televisión de un cineasta oriental está desatando una tormenta en Israel. Se llama “Salah, esta es la tierra de Israel”, y afirma describir las experiencias de sus abuelos cuando llegaron a Israel a principios de la década de 1950. Salah es un nombre árabe.

Querían instalarse en Jerusalén, el único lugar del país cuyo nombre conocían. Pero fueron llevados a un lugar remoto en el desierto, arrojados de los camiones, y dejados allí para vegetar en tiendas de campaña, sin trabajo, excepto por unos pocos días al mes de “trabajo de emergencia”, cavando hoyos para plantar árboles.

Según el cineasta, David Deri, fue una “conspiración” gigantesca (son sus palabras) por los askenazíes hacer que los judíos orientales vinieran aquí, arrojarlos al desierto y dejarlos allí, presas del hambre y privaciones.

Deri no está inventando nada. Cita extensamente protocolos oficiales secretos en los que la operación se discutió extensamente y se explicó como una necesidad nacional para llenar las áreas vacías (de las cuales los árabes habían sido expulsados previamente).

Todos los hechos son correctos. Sin embargo, la imagen general no lo es. Deri no trató de describir este capítulo en la historia objetivamente. Produjo una pieza de propaganda.

PERMÍITANME TRAER de nuevo mis experiencias personales.

Nací en Alemania de padres ricos. Cuando los nazis asumieron el poder, en 1933, mi padre decidió inmediatamente dejar Alemania e ir a Palestina.

Nadie nos recibió con flores. Nos dejaron a valernos por nosotros mismos. Trajimos con nosotros una gran suma de dinero. Mi padre no estaba acostumbrado a las costumbres comerciales que prevalecían en el país, y perdimos todo nuestro dinero en un año.

Mis padres, que nunca habían hecho ningún trabajo físico en Alemania, comenzaron a trabajar muy duro, de 10 a 12 horas por día. Al ver esto, dejé la escuela primaria después de siete clases y comencé a trabajar a la edad de 14 años, al igual que mi hermano y mis hermanas. Ninguno de nosotros se quejó. Los sucesos en Alemania nos recordaban cada día de qué habíamos escapado.

El destino de los nuevos inmigrantes es difícil, y siempre ha sido así en todas partes. Estábamos decididos a construir “nuestro” país. Se esperaba que los inmigrantes que vinieron del este y del oeste después de la Segunda Guerra Mundial hicieran lo mismo.

Mucho después me hice amigo de uno de los principales organizadores de la “absorción” de los inmigrantes en la década de 1950, Lova Eliav. Me contó cómo trajeron a los inmigrantes, orientales y occidentales a la región vacía de Lakhish, y cuando se negaron a bajar de los camiones, le dijeron al conductor que volteara la cama del camión y literalmente “vertiera” a la gente en el suelo. Él no se sintió avergonzado de eso; para él era parte de la construcción del país.

Lova, por cierto, fue uno de los grandes idealistas del país. A una edad avanzada, él mismo se fue al desierto, cerca de la frontera con Egipto, para vivir con los jóvenes para quienes construyó una nueva aldea lejos de todas partes.

Deri descubrió que espías policiales se habían infiltrado en grupos “orientales”. Eso me hizo reír a carcajadas. Porque era un secreto a voces que durante muchos años el servicio secreto había espiado cada movimiento de mi equipo editorial, especialmente a mí.

A Deri no le preocupa el hecho de que durante esos años los comunistas fueron tratados peor, sin mencionar a los ciudadanos árabes, que sufrieron la opresión diaria bajo el “gobierno militar”.

En resumen, Deri en realidad no falsificó ni inventó nada. Pero saca todo fuera de contexto. Es como si alguien tomara una pintura de Miguel Ángel y le quitara un color, digamos el rojo. Sigue siendo básicamente la misma pintura, pero no es lo mismo.

DAVID DERI nació hace 43 años en Yeruham, una de esas aldeas creadas por Lova Eliav y sus colegas en el medio de la nada, al sur de Be’er Sheva.

Hoy, Yeruham sigue siendo uno de los municipios más pobres. Pero ha avanzado mucho. Políticamente es, por supuesto, sólidamente del partido Likud.

Deri no intenta pintar una imagen “balanceada”. Por el contrario, él trata abiertamente de incitar a los judíos orientales contra los askenazíes.

No conozco su perspectiva política. Pero en la realidad de hoy, la película sirve a la campaña de incitación de Benjamín Netanyahu contra la imaginaria “élite askenazí de izquierda”, que incluye a los medios, las universidades, la policía y los tribunales (y a mí también, por supuesto).

Por cierto, el propio Deri es la mejor prueba de cómo en dos o tres generaciones esos pobres marroquíes que fueron arrojados al desierto están formando una nueva élite.