Mi amiga Mariann Perez De Mueses publicó en su muro de Facebook un mensaje que dice: “Me gusta la gente con la que puedo ser rara”. Y le di un “like”. Porque, en verdad, a mí me gusta la gente con la que puedo ser yo: rara, normal, anormal, extraterrestre, loca, centrada, organizada, flemática, hiperrealista, parsimoniosa, sesuda o como se me ocurra; pero yo.
El jugar a la súper-mujer, a la persona-orquesta, a la chica maravilla, al dechado de virtudes, a la suma de las perfecciones y eterna aspirante a la divinamente negada condición de ángel es entretenido por un tiempo; pero desgasta. Y mucho.
La gente no cabe en un compartimiento estanco: está sometida a las más variopintas situaciones y no siempre responde con la actitud “correcta”. A veces no encuentra la máscara idónea o no tiene tiempo o ganas de hacer el cambio. Los seres humanos no somos caleidoscopios ni “transformers”.
Es común el uso de calificativos para rotular a los demás, porque no hacerlo crea disonancias, ruidos, malestares, incomodidades e inconformidades. Y cuando el sujeto estigmatizado no actúa tal y como ha sido descrito, entonces se le culpa, se le castiga, se le excomulga, se le aparta. Pero lo cierto es que nadie cabe en un adjetivo.
La gente no cabe en un compartimiento estanco: está sometida a las más variopintas situaciones y no siempre responde con la actitud “correcta”
Por eso me indignan las profecías que persiguen ser autocumplidas, las etiquetas que buscan encasillarme. No. Yo no soy eso que dicen de mí ni voy a actuar como tal para complacer a terceros. No soy una computadora a la que se le inserta un programa para que se desempeñe de una determinada manera.
Me gusta la gente con la que puedo ser yo porque ante ella me permito la venia de ser imperfecta sin que caiga sobre mí el juicio final, infierno incluido.
Nada tan delicioso como compartir la vida con quien se puede hablar estupideces o temas serios, almorzar bien o mal, porque a veces el invento gastronómico no resulta; mostrar la barba de siete días por ausencia de deseos de afeitarse; parecer un “cómeme”, verse fea, “degreñá” y pálida; exhibir un “afro”, una “barriguita cervecera”, los “chichos” o el nacimiento de las canas.
Es maravilloso poder decir: “hoy no tengo ganas de hacerlo, disculpa”, “hoy no voy a dar un golpe”, “hoy no me voy a peinar”, “hoy estoy en la España Boba”, y que nadie te recuerde que eres la mujer o el hombre que más trabaja, que más limpia, que más se atilda o que mejor hace el amor.
Y es más que un privilegio el abandonar temporalmente el ingenio y la sabiduría para compartir la risa absurda, el ataque de locura, el juego tonto, el concurso de las estupideces y la fiesta de los sinsentidos, el “berrón” y el “vivaporú”. Sin juzgar y sin que te juzguen.
Las caretas que la gente usa para mimetizarse y evitar el látigo en el juego de lágrimas caen en la intimidad; allí refulge sin filtros el esplendor de la belleza y las miserias se tornan más oscuras. Por eso, quien ama y respeta la gradación de tus grises merece amor y más: merece que le pagues con la misma moneda.