El lugar era propicio para la introspección.

Estaba enclavado en una montaña con una exuberante y lujuriosa vegetación. 

El cielo era de un azul tan vibrante que parecía caer hacia la tierra, justo encima de quien lo contemplara.

De noche las estrellas parecían regalar con más intensidad su brillo a los aspirantes ávidos del conocimiento milenario y liberador.

De fondo, cual si fuera un eterno mantra, se escuchaba el ruidoso sonido constante, poderoso y vital del caudal de un río.

Al atardecer, el Maestro reunió a los aspirantes y de sus labios empezaron a brotar palabras que se asemejaban a hermosas perlas llenas de sabiduría milenaria…

Bien entrada la noche y embriagados por las enseñanzas del Maestro, el grupo de chelas se retiró a dormir, dispuestos a superar la borrachera espiritual.

Ya en sus camas, de una llave se descolgaba una gota, una y otra vez, cuyo trepidar era incesante y molesto, a tal punto que nadie podía conciliar el sueño.

Uno a uno, los discípulos en ciernes intentaron detener el minúsculo flujo de agua. 

Se produjo un alboroto cada vez mayor y que finalmente llamó la atención del Maestro recogido en otra habitación.

—¿Qué les sucede, que los veo tan alterados? —preguntó el Maestro apenas entró a la habitación donde los estudiantes se encontraban.

—¡No podemos dormir con esa gotera! —contestaron todos casi al unísono.

—No se preocupen, yo estoy para servirles y solucionaré ese problema —replicó el Maestro dándose media vuelta.

—¡Maestro! ¿A dónde va? ¡La gotera está de este otro lado!

El Maestro siguió caminando sin devolverse y solo volteó la cabeza para decir:

—Si una pequeña gota no los deja dormir, voy a detener el caudal del río que se oye como un trueno…