Una burocracia que no responda, guiada por el ejemplo y la capacidad de los cargos superiores, a las demandas de la sociedad, termina agudizando los procesos de deslegitimación del régimen en la medida en que precisamente su legitimidad está en función de la valoración y apoyo de la ciudadanía a las instituciones.
La Función Pública es un decisivo eslabón del funcionamiento del Estado resume los distintos arreglos institucionales que articulan y gestionan el empleo público y su profesionalización.
Se trata de normas, estructuras, cultura, políticas, procesos, prácticas y actividades diversas que concretan funciones o responsabilidades, límites y prerrogativas de los recursos humanos que sirven en el sistema gubernamental. Estos recursos, que deben ser seleccionados cumpliendo requisitos, procedimientos y procesos determinados, no abarcan los cargos de elección popular y militares, ni tampoco a las personas que sirven al Estado bajo el régimen del Código de Trabajo.
Toda la normatividad reciente de la Administración se plantea primordialmente fortalecer su unidad, institucionalidad, profesionalización, juridicidad, coordinación y colaboración, funcionamiento planificado, evaluación del desempeño, rendición de cuentas oportuna y objetiva, y la eficacia, eficiencia y transparencia en el uso de los recursos públicos. Todo ello observando de manera estricta el principio de la continuidad del Estado en el marco de los lineamientos y acciones de política de la END.
De hecho, creemos que las nuevas autoridades tendrán poco que hacer en el ámbito normativo de la Administración, a menos que no se trate de reformas puntuales que busquen mejorar la productividad y racionalidad de determinados procesos decisivos.
En gran medida, de un alto grado profesionalización, sapiencia técnica y compromiso de los servidores públicos, dependen el efectivo funcionamiento del sistema democrático, así como la vigencia del Estado de Derecho. Este último es, siguiendo el concepto de las Naciones Unidas, “un principio de gobernanza en el que todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado, están sometidas a leyes que se promulgan públicamente, se hacen cumplir por igual y se aplican con independencia, además de ser compatibles con las normas y los principios internacionales de derechos humanos”. Este concepto exige, además, que “se adopten medidas para garantizar el respeto de los principios de primacía de la ley, igualdad ante la ley, separación de poderes, participación en la adopción de decisiones, legalidad, no arbitrariedad, y transparencia procesal y legal”.
Consecuentemente, el trato que se dé a la burocracia estatal en funciones es primordial, no secundario. Especialmente cuando hablamos de un vuelco sustancial hacia lo que hemos estado llamando desde esta columna “Administración Moral”. Este giro debe ser parte consustancial del cambio anunciado por las nuevas autoridades, aunque sea por el solo hecho de que la funcionalidad eficiente del sistema democrático y la misma vigencia del Estado de Derecho solo pueden asegurarse mediante la implementación de políticas públicas -de bien común y para el desarrollo sostenible- por servidores públicos formados, comprometidos y moralmente verticales.
Una burocracia que no responda, guiada por el ejemplo y la capacidad de los cargos superiores, a las demandas de la sociedad, termina agudizando los procesos de deslegitimación del régimen en la medida en que precisamente su legitimidad está en función de la valoración y apoyo de la ciudadanía a las instituciones.
En otras palabras, las ineficacias, ineficiencias y corrupción en los ámbitos de la gestión administrativa, políticas y servicios públicos, conducen inexorablemente a la disminución de los apoyos al sistema político, lo cual se refleja, entre otras cosas, en altos índices de abstención electoral (aproximadamente 45% en estas elecciones) y profundización de la indiferencia ciudadana respecto a todos los asuntos de la dimensión política.
Aquí es fundamental el mérito. No podemos seguir tomando decisiones sobre el personal de la Administración bajo consideraciones totalmente ajenas a la formación, experiencia profesional y méritos acumulados. Hemos sido testigos mudos-y lo hemos sufrido mucho en carne propia- de la designación en áreas importantes de competencia del Estado de funcionarios incapaces, vergonzosamente incompetentes y con un arraigado sentido de que el servicio público es sinónimo de acumulación ilícita acelerada y rapacidad libertina.
Esta “cultura” de hacer Estado no puede terminar de otro modo que no sea con el deterioro de la calidad de la Función Pública, con todas las nefastas consecuencias políticas, morales y de eficiencia que ello supone. Si bien se notan avances considerables en el Índice de Mérito en la Función Pública de la República Dominicana (ver: Barómetro de la profesionalización de los servicios civiles de Centroamérica y República Dominicana), el camino por trillar todavía está lleno de las dificultades que son muy características de los sistemas clientelares y prebendarios.
Entendemos, por nuestra experiencia de un cuarto de siglo en la Administración, que la politización de las decisiones de selección, ascenso, despido y permanencia, así como la abundancia de prácticas y mecanismos arbitrarios y discrecionales en el manejo del personal, son problemas que definen uno de los grandes desafíos del presente.
Sería un grave error de partida iniciar un gobierno con arbitrariedades administrativas que hagan permanecer la politiquería, los patronazgos y los criterios clientelares respecto a connotados, honestos y experimentados técnicos y profesionales en funciones en el Estado, la mayoría de ellos con hojas de servicios que podríamos considerar realmente ejemplares.
A cualquier gobierno conviene heredar y conservar el conocimiento verdadero, la experiencia acumulada y la parte de la burocracia probadamente eficiente, comprometida y sin manchas o señalamientos inmorales.
Ciertamente, hay miles de vagos, de “asistencias humanitarias”, decenas de irracionalidades administrativas que resultan de estructuras institucionales clientelarmente sobredimensionadas y de otras absolutamente innecesarias. No obstante, no olvidemos que junto a estas realidades negativas conviven verdaderos profesionales, cientos de ellos con especializaciones complejas y puntuales que han costado mucho dinero a los contribuyentes. Todas las generalizaciones son peligrosas, decía Dumas hijo, y yo añadiría que, sobre todo, cuando ellas se refieren a la Función Pública.