Recientemente, la ex-asesora en educación del gobierno sueco y profesora de la Universidad de Lund, Inger Enkvist, se quejó de la crisis de autoridad y disciplina en la escuela contemporánea.
Desde hace años, muchos pedagogos han defendido un influyente modelo educativo que minimiza el papel del profesor como autoridad y sobredimensiona la capacidad del alumno para “aprender a aprender”.
En la práctica, este modelo ha glorificado los recursos y medios para enseñar, marginando los contenidos que un profesor puede enseñar.
Al mismo tiempo, el mencionado paradigma cuestiona la autoridad del profesor en función de una supuesta horizontalidad del proceso de enseñanza-aprendizaje.
Lo cierto es que la escuela requiere de procesos verticales y horizontales de construcción del conocimiento. Es importante, que los estudiantes adquieran hábitos de trabajo en equipo, disposición al diálogo, tolerancia hacia puntos de vista opuestos, en fin, una actitud democrática (horizontal). Pero al mismo tiempo, los estudiantes requieren de una figura de autoridad que guíe el proceso, lo organice y establezca los referentes que el alumno no está todavía en condiciones de construir.
A medida que se va avanzando en la escuela, hasta llegar a la universidad, la figura del profesor como autoridad aumenta. El es el mediador entre la tradición y el estudiante. Su autoridad no viene dada por un acto de imposición, sino como diría el filósofo Hans Gadamer, por un acto de reconocimiento. Reconocemos en una persona el trayecto que ha recorrido hasta convertirse en un experto, en un conocedor, en un sabio. La autoridad se otorga, no es un acto de autoritarismo, sino de racionalidad, de reconocer los límites que constituyen nuestra condición y que superamos, no como individuos aislados, sino como una comunidad donde existen personas que son constructores y transmisores del saber.
Esto no es contradictorio con el hecho de que el proceso del conocimiento requiere del debate y de la crítica. Reconocer una autoridad no significa considerarlo infalible. A una autoridad le otorgamos nuestra confianza –sin la cual no es posible llevar a cabo ninguna empresa social, incluyendo el aprendizaje- jamás nuestra disposición a pensar por nosotros mismos.