El artículo 6 de la Constitución dispone que “todas las personas y los órganos que ejercen potestades públicas están sujetos a la Constitución, norma suprema y fundamento del ordenamiento jurídico del Estado. Son nulos de pleno derecho toda ley, decreto, resolución, reglamento o acto contrarios a -la- Constitución”. Este artículo contempla el principio de supremacía constitucional, el cual condiciona la validez de todas las normas, actos y actuaciones producidas por los órganos de los poderes públicos a la observancia de los valores, principios, reglas y derechos constitucionales.
El principio de supremacía constitucional dota a la Constitución de unas características especiales que permiten diferenciarla de las demás fuentes del Derecho. En palabras de Jorge Prats, la posición “jerárquico-normativa superior” del texto constitucional implica que: “(a) las normas constitucionales constituyen una ley superior a las demás que recoge el fundamento de su validez en sí misma (autoprimacía normativa); (b) las normas de la Constitución son «normas de normas», es decir, que constituye una fuente de producción de otras normas (leyes, reglamentos, etc.); y, (c) la superioridad normativa de las normas constitucionales implica el principio de conformidad de todos los actos de los poderes públicos a la Constitución” (Jorge Prats, 284).
Para el Tribunal Constitucional, “el principio de supremacía constitucional establecido en las disposiciones del artículo 6 de la Constitución consagra el carácter de fuente primaria de la validez sobre todo el ordenamiento jurídico dominicano, cuyas normas infraconstitucionales deben ceñirse estrictamente a los valores, principios, reglas y derechos contenidos en la Carta Marga. Por tanto, las disposiciones contenidas en la Constitución, al igual que las normas que integran el bloque de constitucionalidad, constituyen el parámetro de constitucionalidad de todas las normas, actos y actuaciones producidos y realizados por todas las personas, instituciones privadas y órganos de los poderes públicos” (TC/0150/13).
La Constitución constituye una «metanorma», es decir, una norma «sobre» producción normativa que determina a cuáles actos corresponde la tarea de crear, modificar o extinguir el Derecho. De ahí que la Constitución, en la terminología de Hart, constituye una “norma primaria” que, respecto a las demás normas del ordenamiento jurídico, presenta un carácter fundacional y una primacía normativa.
Una de las consecuencias de la primacía normativa de la Constitución es su fuerza heterodeterminante. La Constitución es una norma dotada de efectividad y aplicabilidad, la cual, tal y como explica Jorge Prats, realiza “una función de determinantes negativas, actuando como límite del contenido de las normas infraconstitucionales, y como determinantes positivas, incidiendo en el contenido propio de las normas inferiores” (Jorge Prats: 284). Es justamente esta fuerza heterodeterminante que justifica la sujeción de los poderes públicos a la observancia de las disposiciones constitucionales. No hay órganos públicos que estén exentos del cumplimiento de los mandatos constitucionales.
En síntesis, la Constitución obliga a los poderes públicos a adecuar sus actuaciones a los valores, principios, reglas y derechos contenidos en el texto constitucional. Esta obligación se traduce en: (a) por un lado, la imposibilidad de estos órganos de adoptar “leyes, decretos, resoluciones, reglamentos o actos” que sean contrarios a la Constitución (determinante negativa); y, (b) por otro lado, el deber de los poderes públicos de cumplir y desarrollar los mandatos constitucionales (determinante positiva).
Desde una función de determinantes positivas, es posible afirmar que la inercia de los poderes públicos en cumplir con los mandatos constitucionales se traduce en una violación al principio de supremacía constitucional. Así lo reconoce el Tribunal Constitucional, al señalar que la omisión en cumplir con las obligaciones impuestas por el constituyente inobserva la primacía normativa del texto constitucional.
En sus propias palabras, “la inercia del legislador para dictar leyes de vital importancia para la consolidación democrática, tras un tiempo irrazonablemente largo, evidencia una falta de observancia al principio de supremacía constitucional”. En efecto, “ese no hacer se traduce en una vulneración del principio de supremacía constitucional, que se erige en una limitante al ejercicio de la libertad del legislador y las atribuciones competenciales que le reconoce la Constitución, al extender de manera excesiva e irrazonable el plazo para el cumplimiento del mandato constitucional, impidiendo el ejercicio de algún derecho, garantía o precepto consagrado por la Constitución. En consecuencia, la omisión, puede, sin duda, configurar una infracción constitucional, conforme lo dispone el artículo 6 de la Ley No. 137-11” (TC/0150/13).
En definitiva, la Constitución obliga a los órganos de los poderes públicos a adoptar las medidas legislativas y administrativas necesarias para cumplir con los mandatos constitucionales y, en consecuencia, garantizar los derechos fundamentales de las personas, los cuales constituyen un elemento esencial del modelo de democracia constitucional. De ahí que la inercia irrazonable e indebida presentada por estos órganos se traduce en una infracción constitucional que es controlable jurisdiccionalmente.