Con Josefina Báez acontece lo que con decenas de grandes creadores dominicanos: se quedan relegados a cierto perdido anaquel. Hay que buscarlos, tenerlos presentes, valor sus alturas, las bendiciones de su creatividad, alegrarse con tanta vida que les insuflan a sus textos.

Hay que sacar de alguna parte a Amelia Francasci, a Delia Weber, a Juan Sánchez Lamouth, a Miguel Alfonseca, a Alejandro González Luna, entre otros. Sacarlos porque ellos no estarán así no más en la Isla. En la Isla dominan los que asumen francis-drakeanamente el arte de disponerse literariamente, los que se instalan en los ministerios, las fundaciones, los premios, los gobiernos, los profesores universitarios con aspiraciones a creadores, los que se colocan como aquellos dos canallas que se anteponen a todo lo que Josef K. pueda emprender.

Josefina Báez ha tenido siempre las de perder en el país dominicano: inmigrante, mujer, negra, romanense, cronista de las alegrías del ser –sea dominicano o de Tasmania, ella no diferencia-, alérgica a gobiernos y cositas y coge esto y lo otro y “alábale, que a él le gusta”. Consciente de esos pliegues, sin embargo, Báez existe, es, crea una obra amplia, exploratoria, con muchísimos hallazgos, avanzando hacia un lugar único: el ser, junto a Rita Indiana, la creadora dominicana con mayores y más amplios registros. Bailarina, performancera, actriz, poeta, narradora, cronista y ahora autora de la primera fotonovelarte dominicana, “Carmen” –en colaboración con Carmen Inés Bencosme-, luego de tener en su haber dos obras cumbres de la literatura dominicana de los últimos tiempos: “Dominicanish” (2000) y “Levente no” (2002).

Tal vez por sus necesidades performanceras, la escritura de Báez ha estado mediada por lo oral.

Tiempo y espacio son limitantes en el escenario. Con un público enfrente y con tu cuerpo y tu voz como único referente, lo que digas será puntual, ágil, hermoso, como un loto que se abre.

A Josefina Báez la conocí muy tarde, en el 2000. Aunque su nombre me era conocido por referencia –casi todos mis amigos dominican-york culturosos la mencionaban-, sólo pude acceder a su creatividad mediante aquél mítico número especial de la revista Callaloo, el volumen 23, número 4. Ahí estaban sus poemas, Johnny Pacheco haciendo de las suyas, un refrescante ritmo donde hasta oías algunos timbales detrás de los versos de en medio.

Veinte años después, Báez vuelve a la carga con “Carmen”, una obra colectiva: fotos y diseños de Carmen Inés Bencosme, actuación de Pilar Espinal, dibujos de Kutty Reyes y producción de Esther Hernández Medina.

“Carmen” es el diario de Carmen, una morena que tiene que resolver mil cosas en un Santo Domingo light, brutal, cool, suave, suave man.  A los que se criaron –como yo- leyendo a “Sussy” y otras fotonovelas de la clásica Editorial Novaro les sabrá a pura emoción este recorrido. Ciertamente no es la Chloe de Agnes Varga ni una chica de Banana Yoshimoto: es una dominicana enfrentada a la calle, a su barullo, el guagueo, el encanto de las miles de palabras que tirarás y mejor pájaro en mano y que te bendiga Dios.

“Carmen” es un canto al valor, la amistad, los encuentros, contado todo con el sabor de alguien que sabe sacarle filo y brillo a las palabras para que la mesa, el sofá y el cuartico estén bien aireados, iluminados, oh maigá.

“Carmen” también es un fino registro visual, un reto para la fotografía dominicana actual, el situarse de una manera subalterna frente al texto pero igualmente saber escoger una agradable “normalidad”. Libreto, dibujos, fotografía, todo se acompasa como un reloj Seiko hecho de verdad en Japón.

Estamos ante una propuesta artística, literario, un constructo rizomático porque la idea es integrar muchísimos puntos y desenvolvimientos posibles. Al final te quedas esperando más, mucho más, pero ahí justo está el encanto de una buena obra de arte: cuando quieres darle duro a tu alegría mañanera, y de todo el día, y de esta “Carmen” que en un solo día ya has leído dos veces, y quién sabe.