Mis alumnos no me entienden cuando les digo que en el origen de la filosofía hay una pregunta y una preocupación religiosa. El quedarse boquiabiertos es porque presuponen que todo filósofo es un ateo irreverente; que la conexión filosofía y fe no es posible al menos en aquellos que han logrado un alto vuelo en el pensar. Es como un axioma recurrente que se presupone como principio universal: “si haces filosofía, no puedes creer en Dios”.

La pregunta por los orígenes del universo es la cuestión que da origen, en los griegos, al quehacer filosófico. Desde Tales de Mileto hasta Parménides esta pregunta sobre el “arjé” o principio del cosmos es fundamental y la intención es responderla usando exclusivamente la razón, como facultad para pensar. De este modo la razón es hipostasiada a tal grado que se convierte en mecanismo absoluto de explicación de todo lo real. Erigir a la razón como principio universal del conocimiento verdadero, les llevó, en muchos casos, a prescindir de todo lo que no procediera de ésta. Así se forjó una actitud de indiferencia y, a veces, de crítica frente a los dioses o, en último término, frente a las ideas comunes y más populares sobre los dioses.

El giro antropológico realizado por Sócrates, en su afán de “conócete a ti mismo”, dirigió la pregunta hacia el modo de vida del buen ciudadano con miras al bien común de la polis griega. Ser un hijo notable de la ciudad era respetar la ley, actuar bien en la vida pública. Esto se lograba mediado por el conocimiento racional de sí mismo y de las ideas universales, desde las cuales derivaba todo principio de acción. Conocer y actuar bien son idénticos en la filosofía socrática. Conocerse a sí mismo era “ejercitarse” constantemente en el cultivo de la razón. Así la pregunta fundamental para Sócrates se formula de este modo: ¿Estás cuidando tu alma? Cuidar el alma era vigilarse a sí mismo desde el ejercicio de la razón y forjarse conforme a lo dictado por la razón universal, ligada a la armonía del cosmos espiritualmente.

El cuidado de sí es la cuestión fundamental que convertirá, en el mundo griego, al quehacer filosófico en una especie de “ejercicios espirituales” cuyo fin es la salvación del alma a través del conocimiento. En este sentido, conocer es salvarse a sí mismo y nos salvamos en la medida en que forjamos un carácter virtuoso iluminado por la razón y conectados a la armonía universal. Platón y Aristóteles coinciden con Sócrates en este punto; lo que lo diferencia será el modo de obtención del conocimiento y del carácter virtuoso.

Podría pensarse que colocar la salvación en el conocimiento generado a través de la razón es prescindir de una vez por todas de los dioses. Pienso que el mundo griego no iba en esa dirección; sino todo lo contrario. Es decir, el quehacer filosófico es mistagógico, iniciación a los misterios de los dioses; sólo que por vía de la razón y no desde el ritual común de ofrendas y castigos.

Sólo la paradoja de Epicuro es un esfuerzo consciente por cuestionar, no la existencia de los dioses, sino la atribución de ciertas bondades y maldades en la divinidad. Lógicamente la bondad y la omnipotencia de la divinidad no se corresponden frente a la realidad del mal que me es innegable. La respuesta de Epicuro no es la increencia, sino la indiferencia sabia: no atribuir a la divinidad nada ajeno a su propia naturaleza y centrarse en la construcción del destino propio a través del quehacer filosófico.

En definitiva, no hay ateísmo en el origen de la filosofía; sólo una inversión crítica de la visión de los dioses en el mundo griego. Aunque la razón no es ella misma una diosa, es el camino lógico y verdadero para la inmortalidad que es lo mismo que la salvación del alma. Aquí está la cuestión religiosa que da origen al quehacer filosófico griego: la salvación del alma. ¿Cuándo se desconecta filosofía y salvación del alma? Tendrán que pasar largos siglos de luces y sombras en la relación razón y alma para que la postura atea emerja como una posibilidad de increencia.