He concluido un curso de Filosofía de la Ciencia para estudiantes de grado de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Luego de cuatro meses de reflexionar sobre algunos de los principales problemas relacionados con las prácticas científicas y los distintos enfoques filosóficos que pretenden responder a esas interrogantes, una ambiente general de perplejidad arropó a los estudiantes.
Al inicio del curso, ellos esperaban obtener las respuestas en torno a la naturaleza de las prácticas científicas, las características del progreso cognitivo, el realismo, la verdad, el relativismo, etc.
Sin embargo, al terminar las clases los estudiantes se encuentran con más interrogantes que al inicio del curso. Uno de ellos expresó: “ahora estoy más confundido”. Yo respondo: “Eso significa que he hecho bien mi trabajo”.
Y es que la la función de un profesor de Filosofía no consiste en “dar respuestas concluyentes”, sino en problematizar, mostrar que allí donde la mayoría de las personas piensa que se tiene una solución se tiene, con frecuencia, un juicio sin fundamento arraigado por la cultura.
Muchas obras de Platón son un claro ejemplo de ello. Se inician con una conversación donde el personaje de Sócrates formula un problema, como el de qué es la retórica o qué es la amistad. Un interlocutor, que pretende saber, da una respuesta. Sócrates deriva las implicaciones de la misma y muestra las inconsecuencias a las cuales lleva esa respuesta. Entonces, lleva al interlocutor a intentar dar otra respuesta, de la que Sócrates deriva nuevas contradicciones. Al final del diálogo esperamos que Sócrates nos de su conclusión, pero quedamos atónitos al ver que la conversación queda abierta.
Muchas personas sin temperamento filosófico dirán que hemos perdido el tiempo. Piensan que todo libro debe tener una conclusión y que todo curso debe terminar con unas respuestas definitivas. Con frecuencia, estas personas no buscan conocimiento, sino dogmas, verdades incuestionables que les permitan disfrutar de un confort psicológico.
Peo el objetivo de los libros descritos, como el de un curso o una auténtica conversación filosófica es que el estudiante se de cuenta que no tiene la respuesta, sino que lo que creía saber sobre los problemas eran prejucios no analizados, que solo creía saber y por lo tanto, debe seguir indagando con actitud crítica y mentalidad abierta.
Esta es la actitud de asombro o admiración que Platón y Aristóteles asociaron con el origen del filosofar y que es el fundamento de la aventura humana de la comprensión del mundo.