El 16 de noviembre de 1864, envía Andrés y Espala, oficial de Sanidad Militar del ejercito español en la República Dominicana, durante el período de la anexión, una comunicación sobre uno de los temas más importantes de la salud en la isla, la fiebre amarilla:
“Continuando el bosquejo de las enfermedades peculiares de este ejército, por el orden en que ha ido haciéndose su presentación más frecuente, debo ocuparme en la actual correspondencia de la fiebre amarilla, que no nos había visitado felizmente al principio de la campaña, mientras las operaciones se emprendían con tropas procedentes de Cuba o de Puerto Rico, pero que a medida que las necesidades de la guerra fueron exigiendo llegasen a esta isla reemplazos nuevos de la Península, principio a desarrollarse más o menos lentamente, hasta que en los meses de Septiembre y Octubre adquirió un desarrollo que ya creíamos no alcanzara, atendiendo a lo adelantado de la estación.
Generalmente hablando, el primer período de la fiebre amarilla se caracteriza en la isla de Cuba y en Veracruz por síntomas de aspecto logístico muy desenvuelto; así es que en su invasión, un práctico poco habituado a observar esta pirexia pudiera confundirla fácilmente con una fiebre inflamatoria por su violenta cefalalgia, con inyección ocular, su cara vultuosa, su lengua rubicunda y la alta fiebre que la acompaña. En breve la coloración ictérica conjuntival, el estado supuroso de la lengua y la intensa raquialgia, caracterizan la fiebre americana, que en seguida se revela más a las claras aún por la hemorragia gingival, la epistaxis, la ansiedad epigástrica, las náuseas, los vómitos, acuosos primero, biliosos después, borráceos al fin, cuando hemorragias pasivas por todas las mucosas anuncian el desencadenamiento de las fuerzas vitales y la postración que corolario de la ataxo-adinamia acaba con el enfermo, que pocos días antes rebosara juventud y lozanía. El antecedente cuadro sintomatológico, propio de los invadidos a la fecha de su llegada a estos climas, no es el que aquí se ha observado más frecuentemente; sólo en corto número se ha presentado esa sucesión de síntomas imperfectamente bosquejados; en los más no ha existido el período inflamatorio, unas veces porque temerosos de pasar a los hospitales, han evadido la vigilancia de los oficiales médicos de sus respectivos batallones, otras porque retirados en un puesto avanzado, incomunicado con la capital, no eran relevados hasta que la enfermedad llegaba a adquirir cierto apogeo, por no haber en aquel punto personas competentes para precisar un diagnóstico exacto; y en los más de los casos, por presentarse la enfermedad en individuos que estaban ya en el hospital afectados de otras dolencias. En varias ocasiones entraba un soldado en el hospital con síntomas catarrales, acompañados de un ligero movimiento febril; su estado general de demacración, su palidez y su aspecto de aclimatado o preservado ya, combatían la idea que pudiera hacer sospechar estuviese invadido de fiebre amarilla, cuando a los dos o tres días una epistaxis o una hemorragia gingival hacía rectificar el diagnóstico y variar el tratamiento”. Este texto ilustra la realidad de la fiebre amarilla, que a lo largo de nuestra historia ha producido enormes bajas en los ejércitos que han invadido la isla.