La nación dominicana es una nación incompleta, atrofiada, esquizofrénica. La nación dominicana es una nación desorientada y depresiva. La nación dominicana está en coma: aunque su cuerpo respira y se alimenta (aunque sea por suero), carece de consciencia, vive en un sueño profundo. Y así como la probabilidad de que los comatosos despierten disminuyen con el tiempo, así es cada vez más difícil que la nación dominicana salga del lamentable estado en que se encuentra. Peor aún, es probable que su situación empeore. Solo un milagro puede revertir este proceso degenerativo.

Una nación es más que un grupo de personas que comparten una cultura, un idioma y unos orígenes comunes. La cultura del sur de Bélgica es prácticamente idéntica que la del norte de Francia. La cultura del norte de Bélgica es prácticamente idéntica a la de los Países Bajos. Y sin embargo, Bélgica no forma parte ni de la primera ni de los segundos. Bélgica existe, como país soberano.

Muchas razones explican esta aparente paradoja, pero me limitaré solo a una de ellas: la conciencia de un proyecto común. Una nación es un proyecto en el que un conglomerado de personas busca, al margen de sus intereses personales, un bien común. Y es esto lo que hace falta a la nación dominicana. Un proyecto de nación corre dos grandes peligros, con frecuencia asociados: la falta de fe y el egoísmo. La República Dominicana nació en medio de muchas dudas de que fuese un proyecto viable. Con frecuencia se cita a la anexión promovida por Pedro Santana. Pero hasta Mella, “padre de la Patria”, anduvo deambulando por Madrid cabildeando dicha anexión. Los proyectos anexionistas de otros, como Báez, no se basaron en las dudas sino en su propio beneficio.

Estas dudas y este individualismo malsano perviven hasta nuestros días. La corrupción es hija de ellos: el ladrón que roba duda que la sociedad pueda darle una oportunidad diferente. El funcionario que roba antepone sus propios intereses al interés común. Los daneses consideran el egoísmo como el más grande de los pecados y tienen razón, porque el mismo atenta directamente contra la existencia de la nación.

Pero nuestras desgracias no se limitan a que nuestra nación carezca del respeto del bien común, ni que las instituciones que existen para defenderlo se atrofien a fuerza de no usarse: nuestra nación tiene una personalidad dividida. Lo he dicho y lo repito: quizás nuestra mayor desgracia sea que la lealtad a los partidos se anteponga a la lealtad a la nación. Los partidos no son más que expresiones colectivas de un individualismo malsano.

La nación dominicana no tiene identidad ni sabe lo que quiere.  Va hacia los dos siglos de existencia y, sin embargo, persiste en una conducta propia de las naciones adolescentes: definirse en función de otras naciones. Y mientras así sea, será una sociedad inmadura. Ya se trate de individuos o de naciones, el sentido de la propia vida, la propia misión no puede venir desde fuera, sino desde dentro.

La nación dominicana sufre de una depresión crónica: no se siente con fuerzas para asumir su propio destino. Delega la defensa de su destino precisamente en los que lo amenazan: sus políticos. De las depresiones temporales podemos recuperarnos. De las crónicas, no: ya es muy tarde.

Un ejemplo bastará para demostrar que nuestra nación está en coma: los “logros” de los que se vanagloria nuestro presidente: ha sacado a miles o a cientos de miles o a millones de la pobreza. Sin dudas con las tarjetas de solidaridad, los mas pobres pueden alimentar sus cuerpos, pero sus almas siguen estando anémicas. El gobierno les da de comer, pero a cambio, estos venden sus almas, sus conciencias y su dignidad. El gobierno no alimenta: compra votos.

¿Qué milagro puede sacarnos de esta tragedia? Una sociedad civil fuerte, lo suficientemente valiente como para exigir derechos. La Marcha Verde me llenó de esperanza, pero al parecer sus integrantes carecieron de tenacidad: ya no se dejan sentir, lamentablemente.

El optimismo es a veces un peligro, pues hace que a los optimistas se les llenen las cabezas de quimeras. En estos días aciagos, ser pesimista es un deber ya que es el primer paso para actuar en contra de este desastre.