Después del gran ajetreo de la Feria del Libro de Madrid, donde dicté dos conferencias, nos fuimos a descansar a Ravello, pequeño pueblo en la costa amalfitana de Italia, famoso por haber sido el lugar de tertulias, a partir de principios del siglo XX, del Grupo de Bloomsbury y donde se inspiraron Virginia Woolf, D. H. Lawrence, Graham Greene, Joan Miró y André Gide. Richard Wagner escribió allí una de sus óperas.

El éxito dominicano en la Feria del Libro de Madrid se debió, a nuestro entender, a que Olivo Rodríguez Huertas, nuestro embajador dominicano en España, optó por no solicitar dinero a nuestro gobierno sino solo al sector privado, lo que le permitió, con ciertas limitaciones, invitar a intelectuales independientes y hasta muy críticos de nuestro gobierno. Pudo, además, evitar la burocracia estatal. Autores de la diáspora como Junot Díaz y Julia Álvarez fueron invitados, pero por compromisos previos no pudieron asistir. Otros, como Rita Indiana, sí estuvieron. El éxito de toda feria de libros se mide, de forma objetiva, por la cantidad de libros vendidos y las obras de dominicanos se vendieron bien. La más solicitada, por mucho, fue un libro de literatura infantil de Amelia Vega, nuestra ex Miss Universo, lo que indica que el contenido de un texto no es lo que necesariamente garantiza su éxito.

Durante la feria se recibió desde Londres la buena noticia sobre el premio otorgado a Elizabeth Acevedo, de origen dominicano, quien escribió sobre una niña en el Bronx con una abuela que la obliga a ir a la iglesia a rezar a la Virgen de la Altagracia, evitar a los niños, el sexo y las drogas. Los autores del Caribe angloparlante y francés, al emigrar a Londres y París, siguen escribiendo en su lengua natal, pero los dominicanos y cubanos que emigran a Estados Unidos si escriben en español encuentran un mercado muy reducido, y si escriben en inglés serán considerados dominicanos o cubanos tan solo si tratan temas de su país de origen, como Díaz, Álvarez, Acevedo y Torres Saillant.

Pero volvamos a Ravello. En su plaza central, equivalente a nuestro Parque Colón, existe un bar, algo como nuestro “Palacio de la Esquizofrenia”, con el sugerente nombre de “San Domingo”. Pensé que se trataba de Santo Domingo de Guzmán, famoso por su triste papel de inquisidor y fundador de la Orden de los Dominicos, cuya tumba ya había visitado en Boloña.  Nuestra capital lleva su nombre. Me senté y ordené el típico expresso. Un texto en la pared indicaba que había sido fundado en 1929 y en otro se citaba una frase del escritor norteamericano Gore Vidal que dice: “Ravello está situado en el lugar más bello del Mediterráneo, un hecho que no es evidente de inmediato. Pero cuando hayas visto sus grandes edificios y retornas a su plaza, verás que es realidad y que el ‘San Domingo’ ofrece comodidad”. Pregunté al mozo sobre la razón tras el nombre y me indicó que el abuelo del actual dueño se había dedicado a importar café dominicano. Eso dio inicio a una larga conversación con el nieto y con una dominicana Juangomera. El dueño me preguntó por qué ya el café dominicano no era como el de antes y no tuve el valor de decirle que estábamos consumiendo café vietnamita. En cuanto a la racha de turistas muertos recientemente tampoco tuve el valor de hablarle sobre el posible consumo de ron “Triculí”, pues los inocentes españoles, gerentes de bebidas de los hoteles, no saben de eso.

Finalmente, en Nápoles, después de visitar sus dos famosos museos y  una catedral donde cada septiembre el pueblo va a observar si la sangre de San Genaro se licúa o no, y si no lo hace sobrevendrán calamidades, algo así como nuestras cabañuelas de enero, cansado de caminar y de consumir expressos, pasé frente a un hospital con el sorprendente nombre de “Hospedali digli Incurabilli”. Me extrañé que Garibaldi no hubiese cambiado ese nombre. Me senté en un barcito frente al hospital donde una empleada me preguntó qué quería tomar. Mi rápida respuesta fue: “Turista, octogenario, incurabilli”. Me dejó tranquilo.