Mi convicción es que la idea de felicidad hay que colocarla al mismo nivel que otras ideas cuya recepción nos parece natural y lógica. Digamos que, como las ideas religiosas en sentido general, la idea de felicidad se empecina en permanecer como un imperativo al que nadie racionalmente, en pleno uso de sus facultades, se atrevería a prescindir. La generalidad de la idea, su presencia en todas las épocas de la cultura occidental y, en consecuencia, en nuestra cultura occidentalizada nos impone habérnosla con ella y, en ningún momento, nos sugiere ponerla en cuestionamiento.
En el pensamiento filosófico y no filosófico se cuestionan todas las grandes ideas, menos la idea de felicidad. Se cuestionan la existencia de los dioses, de la verdad, del amor, de la amistad, de la libertad, la existencia de sí mismo, de los otros, entre otras formulaciones abstractas. Tal vez sea Nietzsche, como maestro de la sospecha, el primero en no doblegarse a la norma de la felicidad, al imperativo existencial de ser feliz. Incluso, aunque no lo supiera, el discípulo directo de este nihilismo nietzscheano lo es el cantautor dominicano Félix D´Oleo cuando expone en su canción Frutos: “Hay una manera de ser feliz/ es olvidarse de ser feliz/ y ser feliz de cualquier manera”.
Ya Gustavo Bueno se encargó de mostrarnos el imperativo de querer ser felices. Él le llama Principio de felicidad. Ciertamente, parece que todos queremos ser felices. Incluso yo y usted, amigo lector. Aunque no adolecemos de lo que el filósofo español declaró como “el supuesto de la felicidad”, esto es, suponer como Fichte (filósofo idealista alemán) que la vida humana es ella misma la felicidad, parece que todos queremos ser felices o, al menos, no morirnos teniendo la sensación de infelicidad.
Por más vaga que sea la idea de infelicidad, ella declara un estado deplorable de cosas y situaciones no apetecibles para un humano. Pero nadie construye sus certezas y sus creencias y juicios valorativos sobre la vida a partir de la negatividad, del no es; preferimos el ser al no-ser; esto como que naturalmente nos dirían Parménides, Sócrates, Platón, Aristóteles y una larga retahíla de pensadores clásicos y no pensadores convertidos en clásicos; cristianos y no cristianos.
El miedo a la incertidumbre nos vence. Podemos tomar decisiones de riesgos, pero contamos con información importante que nos garantiza, en la medida de lo posible, cierto éxito frente al riesgo. Pero en el caso de las situaciones inciertas, la falta de información provoca la incertidumbre y solo cabe tomar precaución y, esta última, incrementa la misma incertidumbre. La felicidad es una realidad incierta, por ello nos place como imaginario social, como significación socialmente mediada. La alegría del rebaño nos parece más intensa y poblada de certezas en la medida en que la vemos en otros.
Pero ¿qué tal si pensamos poéticamente y menos filosóficamente? ¿Qué pasa si nos olvidamos de ser feliz y somos felices de cualquier manera como lo expone el poeta? Un reino de relativismo moral se cierne sobre nuestros horizontes al pensar de este modo. Es más, no solo el relativismo es el peligro, sino el vaciamiento de la propia existencia y de la sensibilidad social.
Uno de los atractivos de la felicidad es su llamado a la perfectibilidad, que siempre está a futuro, y el compromiso personal con este llamado. La gran apuesta social es por la transformación positiva del ser humano, su mejora significativa en tanto que individuo y colectividad. Pero esta es una idea que no nace de la nada, sino de un grupo que no necesariamente detenta el poder, aunque sí el carisma para expandir la idea sobre la colectividad. Ciertamente, cuando la idea se expande, no todo individuo la recibe y la adopta sin transformarla, incluso hay quienes rechacen los términos en que se expone y bajo la condición en que surge. Es lo que sucede con cualquier imaginario social y es lo que acontece con la felicidad como imaginario social.
Como sucede con la idea del amor, de la libertad, de las realidades sobrenaturales, estamos preparados cognitivamente a aceptarlas como “naturales” y validarlas como queridas por todos dentro de un conglomerado social. La norma nos normaliza.