En estos dias de receso a la desenfrenada carrera por trabajar y consumir, se agradece la exhibición en nuestras carteleras cinematógraficas de Silencio, el último film de Martin Scorsese.
Basada en la novela de Shusaku Endo, la película nos narra la historia de dos sacerdotes jesuitas que viajan a Japón, en el siglo XVII, con la misión de encontrar a un mentor jesuita que ha renunciado al catolicismo. El viaje se convierte en un trayecto de autodescrubrimiento y expiación, de autocuestionamiento y redención.
Al llegar a Japón, los misioneros encuentran a una población subyugada por un sistema totalitario que persigue y martiriza a quienes rechazan la religión oficial. El cristianismo está prohibido y sus seguidores son obligados a realizar apostasía para no ser torturados y asesinados.
¿Cómo sostener la fe en una creencia religiosa si son destruidas sus raíces? ¿Pueden renacer en cualquier terreno? O por el contrario, ¿hay tierras donde no pueden fructificar? ¿Requieren las creencias religiosas de poderosas fuerzas políticas que las instauren independientemente de las verdades que puedan hallarse en sus doctrinas? ¿Son las creencias religiosas como los árboles, fructíferas dependiendo del contexto?
Estas son solo algunas de las preguntas que podemos formular a partir de este film sobre la convicción religiosa. Los protagonistas pueden sentirse como Job, el personaje bíblico obligado a confrontar su fe con la crueldad de los hechos, intentando hablar con un dios que no escucha ni habla.
La escena de un sacerdote enterrado aferrado a un símbolo religioso tiene la clave de todo el film. Quizá, indique que hay verdades resistentes a los esfuerzos por destruirla, hombres capaces de hallar sentido en el sin sentido, “la voz de Dios” en el silencio de los hombres.