Una reflexión heurística sobre la experiencia religiosa es la llevada a cabo por el pensador danés Sören Kierkegaard (1813-1855).

En su obra Temor y temblor, Kierkegaard contrapone dos personajes arquetípicos de la cultura occidental: uno de los héroes de la Ilíada, Agamenón, y el patriarca del Antiguo Testamento, Abraham.

En una cultura donde no se es nadie sin honor,  Agamenón debe guiar a sus hombres a una guerra para restablecer la honra perdida. Pero el líder militar se encuentra con la diosa Artemisa, encolerizada porque le han matado a uno de sus ciervos.

Artemisa pide como pago la sangre de la hija misma de Agamenón, Ifigenia. El caudillo se encuentra en una situación límite. Debe decidir entre ser un buen padre, rechazando su deber como líder militar, o asumir su función a costa de matar a su propia hija. Cuando asume la decisión de complacer a la diosa, su pueblo puede comprender el dolor del caudillo. La experiencia de Agamenón es comunicable, socializable, comprensible.

Por su parte, Abraham ha escuchado el llamado de Dios para sacrificar a su único hijo, Isaac. A diferencia de Agamenón, Abraham no puede compartir su experiencia con los suyos. No puede hacer entender su sacrificio, porque el mismo no va acorde con el deber, el orden moral de la sociedad de Abraham no establece semejante acción como norma. Abraham está solo ante un llamado incomunicable para los demás.

Kierkegaard llama a Agamenón, el héroe trágico. Su característica fundamental es que sus decisiones y acciones permanecen en la dimensión de lo ético. Agamenón no trasciende la moral convencional de su pueblo.

Por su parte, Abraham es para Kierkegaard, el caballero de la fe. Su signo distintivo es trascender la dimensión de lo ético y entregarse a la experiencia religiosa. La decisión de Abraham  rompe con el orden moral de su comunidad. Se entrega a una fe absurda, incomprensible para sus paisanos.

Se entiende que, para Kierkegaard, la experiencia de la fe cristiana no consiste en el tranquilizador estado de conciencia de los que hablan con frecuencia los creyentes, sino un estado angustiante. Porque la experiencia auténticamente religiosa no consiste en someterse a los convencionalismos sociales de la religión institucionalizada (cumplir los ritos, dar las limosnas, etc.), sino ir más allá de las normas sociales imperantes y legitimadas para establecer un orden moral alternativo.

Es en el fondo lo que nos dicen las grandes narrativas religiosas, incluyendo la de la fe cristiana: charitas (el amor incondicional) sobre la norma moral, el perdón sobre la retribución, la entrega a los excluidos (los pobres, los extranjeros, los vulnerables).

Creo que en ello radica la vigencia del cristianismo. Podemos dejar de sentirnos creyentes, declararnos herederos de los que Nietzsche llamó ʺasesinos de Dios". Pero aún en esta época, marcada por el nihilismo, el mensaje simbolizado en una cruz tiene un extraordinario potencial transformador.