A pesar de la sonrisa de los dominicanos, en el fondo, en la mayoría de nosotros late una tendencia a verlo todo entre el gris atardecer de un día lluvioso de otoño y la ominosa oscuridad que antecede al paso de un huracán. Si  alguien duda bastaría con preguntar  a un ganador de la lotería cómo le va y probablemente, después de pensarlo  con un ligero mohín en sus labios, le dirá: “Bueeno.., más o menos”.

Recientemente me encontré en una entidad bancaria con un viejo y estimado empresario con propiedades en tres centros de recreación, una lancha, un negocio de exportación e importación y un apartamento de 500 metros en el más lujoso sector de la ciudad. Se quejó de “lo mal que están las cosas y lo peor que podrían  ponerse”. Lo consolé diciéndole que si en efecto no todo está como quisiéramos en definitiva el país será el resultado de lo que todos los dominicanos hagamos, cada uno dentro del universo en que se desenvuelve.  Por supuesto, no le gustó mi observación.

Nos despedimos en el estacionamiento después de verle pagar el consumo de un mes de 850 mil pesos en tarjeta de crédito. Abordó su Mercedes y se despidió diciendo: “Te entiendo, pero esto no está bien”. Presumo que mi amigo maneja información que le lleva a ese grado fatal de pesimismo. Pero hay verdades que no duelen y no se explican en ciertas bocas.

Ciertamente el país no es una copia del paraíso y hay muchos asuntos que arreglar. Pero dejando  a un lado las pasiones y las ambiciones personales, podría verse una realidad ajena totalmente  a la visión que nos pinta nuestra incorregible tendencia al pesimismo. La realidad es que el país funciona,  tal vez no cómo desearíamos, pero funciona. Funcionan las cámaras, los partidos, las universidades, los sindicatos y hasta el periodismo y los tribunales, que ya  es mucho decir. A fin de cuentas, una nación  es como una empresa. Si no se cree en ella no servirá de mucho.