A lo largo del siglo XIX, el hemisferio occidental experimentó la estabilización de la sociedad civil y la expansión del capitalismo. En este escenario hicieron entrada una serie de problemas y retos que no tenían cabida en el entramado social y teocéntrico del Antiguo Régimen, a saber: la profesionalización del individuo; la eclosión de la ciudad moderna; y, la secularización. El fenómeno de la profesionalización marcó particularmente a los escritores. El germanista colombiano Rafael Gutiérrez Girardot plantea en su ensayo Modernismo (F.C.E. 2004) que los autores no pudieron estar al margen del horizonte vital de la sociedad capitalista, cuyas metas eran la búsqueda de dinero, el desarrollo de la industria, la expansión del comercio y el “necesario” ascenso social. Desconcertados por un sistema que los trataba como a simples profesionales, los escritores reaccionaron con “un gesto romántico” a los requisitos de funcionalidad que les planteaba la sociedad del mercado. Gutiérrez Girardot argumenta que los escritores hispanohablantes del siglo XIX no contaban con un aparato teórico para abordar filosóficamente los retos de su época, como sí lo tenían, en su opinión, los autores alemanes. La alternativa de los hispanoamericanos fue dar un “giro ficcional” y articular los problemas de la modernidad en sus textos literarios: a falta del pensamiento, tuvieron que elegir la imagen.

El dilatado proceso de la articulación de la modernidad en la literatura está presente en la primera novela dominicana: La fantasma de Higüey (Editora Manatí, 2003), de Francisco Javier Angulo Guridi (1816-1884). En esta novela breve, publicada por primera vez en el 1857, podemos ver de cerca como el autor tuvo que lidiar con la modernidad y sus problemas, en especial, con el vértigo existencial que provocó la hegemonía del dinero como la más perentoria necesidad del ser humano.

A diferencia del entramado social feudal, en el que las personas son siervos que dependen de un “señor”, en la sociedad civil los individuos están echados a su suerte, en franca lucha por la vida. Para articular esta experiencia, Angulo Guridi escogió la imagen del viaje marítimo. El primer novelista dominicano fue un errante entre Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo. El viaje era la experiencia biográfica que más tenía a mano, de ahí que percibiera el vértigo de la vida moderna como un viaje inseguro por el mar, en el cual se estaba día tras día al borde del naufragio. De hecho, la primera línea de la novela es bastante explícita al respecto: “Siempre hay en la turbulenta vida de los hombres”. La novela, compuesta por seis capítulos, inicia con el monólogo de un montero dominicano llamado Javier, quien, de paso por Higüey, decide pasar una noche dialogando con un anciano pescador de las cercanías, el tío Bartolo. Durante su charla, el viejo pescador le cuenta sobre su temor a viajar hacia la cercana isla Saona. La razón de su miedo es ilustrada con el relato de un suceso que constituye la trama de la obra: durante el siglo XVII, la peor centuria en la historia de la isla de Santo Domingo, los piratas azotaban sus alrededores. El jefe pirata Morgan era uno de los peores flagelos de la Isla, particularmente conocido porque no tocaba los tesoros de los barcos que asaltaba (se los dejaba a los piratas bajo su mando), pero sí raptaba a las jóvenes tripulantes, así como a otras jóvenes de las bahías. En una ocasión, Morgan asaltó un barco con dirección a Puerto Rico, en el cual se encontraban un joven caribe e hijo del cacique de Samaná, una joven española y su padre, un misterioso monje español y, naturalmente, el piloto. El relato gira en torno a las peripecias que tuvieron que enfrentar los tripulantes tras ser atracados, así como los acontecimientos surgidos a raíz del suceso.

Más que abordar la trama de la novela, me interesa subrayar de qué manera en La fantasma de Higüey Angulo Guridi asimiló la complejidad de la modernidad, en especial, la problemática de una sociedad regida por la ley del mercado y la búsqueda del dinero. El foco de Angulo Guridi hacia el escenario de la sociedad capitalista se perfila en el primer capítulo. Cuando el tío Bartolo emerge en la historia, el autor lo define como “un hombre verdaderamente honrado como la generalidad de los que no son de nuestro siglo, o más bien de los que no han tenido con él mucho contacto”. Angulo Guridi tenía una visión negativa del mundo moderno, y le parecía que su época iba en dirección contraria a la “honradez”. En la lógica del autor, si Bartolo poseía “una conciencia sin dobleces y un corazón virgen de toda pasión del mal linaje”, era porque se encontraba alejado de la sociedad y “desdeñaba las pompas mundanas”, es decir, el lujo y la comodidad de la llamada vida burguesa. Para Angulo Guridi, en el Santo Domingo de la época abundaban más hombres como Bartolo debido a que ellos se encontraban al margen de las “ideas avanzadas” que corroen las virtudes humanas: “No conocemos el lujo, origen de la torpeza y de la ruina”. El autor toma una postura antimoderna: asume que los valores de la modernidad, entre ellos, el avance social, desembocan inevitablemente en la corrupción. Nuestro novelista considera que la manifestación de riqueza surgida a raíz de la expansión del comercio es inseparable de la corrupción: la mayoría de las fortunas “tienen por raíces la usurpación: fortunas que si se representan en metálico, cada vez que las monedas se chocan entre sí levantan en su sonido un grito acusador”. Para Angulo Guridi, como para otros autores de la contradictoria modernidad hispanoamericana, la respuesta fue la “inocente” vida campestre, mejor y más auténtica que la “decadente” vida avanzada. Los cambios que la vida moderna trajo consigo significaron la necesidad de redefinir conceptos existenciales, como el sentido de la vida o la felicidad. Esta última, según el montero Javier, se encuentra con más facilidad “bajo el solitario rancho del agreste pescador que en los soberbios artesonados”. A su vez, Bartolo afirma que “muchos renteros” quisieran vivir como los pescadores, y, subraya: “De buena gana cambiarían esos caballeretes sus pabellones de seda por la frazada, si pudieran reclinar en ella la frente con la satisfacción de no haber hecho mal a nadie”. “¿No hay ventura que no tenga una agonía?”, pregunta Javier. La respuesta que el narrador pone en boca de Bartolo deja entrever que la hoja de vida del rico siempre está plagada de irregularidades. En su perspectiva, muchos que se encuentran encumbrados en la sociedad deben su puesto a los favores y no al esfuerzo individual: “¿Cuántos, por medio del favor se han sobrepuesto al mérito?”. La escapatoria que Angulo Guridi concibió como alternativa al mundo moderno fue una vida rural divorciada del “egoísmo burgués” y sostenida por la igualdad, personificada por Bartolo y los demás pescadores de las zonas cercanas: “Aquí todo somos iguales, rayamos a una altura: nadie presume de saber más que los otros, nadie hace alarde de riquezas”. Este retorno a la tierra, al paisaje, a lo “campesino”, es común en otros autores hispanoamericanos del período (Gutiérrez Girardot, 2004). La vida rural era el camino a seguir para preservar la “pureza”. En respuesta al discurso erigido por las élites hispanoamericanas, que defendían la urbanidad a ultranza, Angulo Guridi enarboló un contradiscurso: aunque la vida simple del campo sea más “atrasada” que la vida urbana, es más pura: “Que no hablamos idiomas exóticos, ni cantamos junto a un piano, ni vestimos de exquisitas sedas… ¿y bien?”.

El divorcio entre el hombre rural y la sociedad “civilizada” también queda patente en el desinterés que aquel tiene por los acontecimientos contemporáneos. En una referencia evidente a las conmociones de la época, en especial, a las Revoluciones de 1848,  Bartolo afirma desdeñoso: “Bien puede el Viejo Mundo desquiciarse en el orden político y moral”, esos sucesos no lo importunan. “Descubrimientos, adelantos en las artes y las ciencias; todo opera en silencio para el habitante de las playas”: el hombre rural no concede su atención al vertiginoso correr del tiempo.

Sin embargo, aunque el novelista dominicano pudo fabricarse un espacio alterno en su obra literaria con tal de aliviarse del peso de lo real, no contaba con esa autoridad sobre el mundo circundante, el cual no se regía por sus deseos. La sociedad capitalista se impuso. Tras una vida errante, el novelista, ya anciano,  tuvo que recurrir al favor de los “mundanos”. El 4 de diciembre de 1879 lo encontramos escribiéndole una carta a Ulises Heureaux para que el descollante general y político lo tomara en cuenta, según nos informa Emilio Rodríguez Demorizi en el Cancionero de Lilís (Editora del Caribe, 1962). Dentro del terreno textual maleable a su antojo, Francisco Javier Angulo Guridi despreció a la sociedad capitalista y sus valores; pero, en su vida terminó pidiéndole sostén. Así de descarnada ha sido la incertidumbre de la modernidad.