A lo largo de nuestra experiencia democrática, la escasez de opciones electorales ha sido una de nuestras grandes tragedias. Y probablemente continuará pesando sobre el porvenir de la República, a menos que se produzcan cambios dramáticos en la forma de hacer política en el país. Elecciones tras elecciones, los dominicanos han escogido a sus gobernantes entre males menores.

El famoso voto en contra ha sido el motor por el cual nos hemos dado un presidente tras otro. Escogimos a Guzmán para salir de Balaguer y volvimos a elegir a éste para salir del PRD.  Cuando la nación se cansó del viejo caudillo reformista seleccionamos a Fernández, sin ninguna experiencia de Estado, no tanto porque se confiara en él, sino para evitar que Peña Gómez alcanzara el poder. La historia se repitió cuatro años más tarde, cuando un enorme caudal de votos hizo posible el ascenso del  presidente Mejía. Muchos de los votos que hicieron posible su  presidencia fueron el fruto del desencanto con la gestión del PLD. Pero después de tres derrotas electorales consecutivas de su partido Fernández regresó al Palacio Nacional en el 2004 para quedarse en el poder a base de añejas y cuestionadas costumbres.

Esta es una de las razones por las que con el correr del tiempo no hemos encontrado formas de superar las viciosas prácticas que pautan el quehacer gubernamental. Por eso en cada Navidad se reparten funditas con alimentos y se entregan juguetes a los pobres, sin modificar las políticas que perpetúan la pobreza. Los dominicanos  seguirán acudiendo a las urnas con el mismo entusiasmo de siempre para darse  cada cuatro años un nuevo gobierno o perpetuar al que esté. Pero como tantas veces en el pasado, su decisión estará motivada  por la necesidad  de salir de un presidente o evitar que otro llegue,  más que por el deseo de encontrar un sendero confiable que lo oriente hacia el porvenir.