Todo ejercicio del poder se enmarca en unas narrativas. Las cuales estructuran los imaginarios en los que se inscribe la gente. Configurando aquello que Gramsci teorizó como el “consenso”, que se da cuando las mayorías asumen la ideología de las élites dominantes. Sin narrativas no se legitima el poder. En ese contexto, el nuevo gobierno dominicano, encabezado por Luis Abinader y el PRM, podemos ver cómo se va apoyando en ciertas narrativas. Desde las que intenta legitimarse frente a la sociedad. La idea de la meritocracia se advierte será central de cara a dicha legitimación.

El horizonte ideológico de Abinader, y buena parte de sus principales colaboradores, explica mucho de lo que hablamos. Son perfiles, en su mayoría, de la clase media alta urbana del país. Formados, básicamente, en el mismo mundo. Lo que, a su vez, determina las concepciones ideológicas, culturales y éticas que orientan sus decisiones. Cada persona, en función del medio social en que se desarrolla, y los marcos simbólicos allí imperantes, configura su visión de mundo. En el sector social y generacional del cual hace parte Abinader, el imaginario de la meritocracia es central. Puesto que se trata de una clase media alta formada en códigos de competitividad y esfuerzo individual. Es el mundo de los más “aptos” que “destacan” por su capacidad y voluntad. La globalización financista actualmente hegemónica es la matriz de ese ideario.

Asimismo, esta clase media alta urbana hace que los sectores medios y bajos de la sociedad reproduzcan su visión de mundo. Es decir, ha hegemonizado. No es, por tanto, cuestión del destino sino estructural que el imaginario de la meritocracia haya penetrado tanto en la mayor parte del país. Sobre todo, entre la clase media aspiracional que se proyecta según los códigos y símbolos de la clase media alta que está más arriba. Son los del medio y abajo que quieren ser como los “exitosos” de arriba. No sólo en términos de ingresos y posibilidades materiales, antes bien, y más definitorio aún, en lo simbólico. Es decir, quieren ver el mundo desde el mismo lugar; tener la misma mentalidad que es la socialmente legitimada. Es, pues, de sentido común, nada ideológico creen, proclamar la meritocracia. El ideario según el cual “todos pueden” si se esfuerzan y trabajan duro.

Sin embargo, este imaginario tiene importantes límites que, en el mejor de los casos, convierten muchas de sus proclamas de “sentido común” en meras ingenuidades. Porque desconoce dos elementos claves en toda sociedad de clases: lo estructural y las relaciones de poder. Así, cuando lo ponemos frente a las dos variables mencionadas comienza a caerse, cual castillos de naipes, gran parte del discurso meritocrático. Quedando mucho de lo que dice y proyecta como mera ilusión. Otro canto de sirena que engaña a muchos, pero en la realidad material poco explica.

Porque hablar de meritocracia, esto es, la idea de que todo depende del esfuerzo individual, en una sociedad marcada por desigualdades estructurales históricas es inverosímil. Y profundamente injusto. Debido a que donde impera la desigualdad no existen las mismas oportunidades para todos. Lo que se denomina “méritos”, así las cosas, se limita a minorías que cuentan con las condiciones materiales (ingresos, vivienda adecuada, acceso a formación e información) y simbólicas (apellidos, procedencia y aceptación social) para lograrlos. Quienes pueden acumular tales méritos, en su inmensa mayoría, son aquellos que gozan de condiciones previas que les favorecen. Condiciones, a su vez, totalmente determinadas por el lugar que ocupa el individuo en la escala social. Del mismo modo, inciden decisivamente las relaciones de poder. Donde existen esquemas en los que ciertas minorías utilizan su posición social para reproducir y naturalizar sus ventajas. Lo que, por cierto, no es nuevo ni único en el país. Pero está ahí y es lo realmente determinante.

Así, entonces, debemos en cambio hablar de privilegios antes que de méritos. Desde la siguiente pregunta, ¿qué privilegios tienen los que acumulan méritos? Y cómo esos privilegios, además de ser lo verdaderamente definitorio, se sostienen sobre lógicas en que mientras más limitados sean más se reproducen. Todo lo cual configura un contexto perverso -nada virtuoso- en el cual, por un lado, los méritos se limitan a los privilegiados, y por otro, los que nunca gozarán de tales privilegios legitiman y reproducen una idea de meritocracia inaccesible para ellos.    

Estos mecanismos sociales, muchas veces, operan sin que sus beneficiarios sean completamente conscientes de ellos. Por tanto, no estamos aquí señalando culpables ni llevando a la hoguera a los sectores privilegiados. Lo que proclamamos es que dejemos atrás imaginarios que generan falsas ilusiones y abracemos debates aterrizados en la realidad. Como sería que, antes que de méritos, hablemos de desigualdades y privilegios. Para entender cómo operan estos mecanismos y sus imaginarios. Y, desde ahí, propugnemos desde lo realmente existente, por una sociedad sustentada en igualdad de oportunidades. Puesto que se nos ha querido vender, que, por ejemplo, jóvenes privilegiados sin trayectoria académica ni social importante, tienen “méritos” por el solo hecho de haber estudiado en universidades de élite del exterior.

Digámoslo con toda la claridad: en una sociedad desigual no existe la meritocracia. Méritos puede haber sólo si hay oportunidades iguales para todos. Lo demás es fantasía ideológica e ilusión que se presenta como sentido común. Narrativas que ocultan mecanismos de exclusión. El horizonte debe ser, finalmente, el de una sociedad de oportunidades y no una como la actual basada en privilegios. Es decir, un país menos desigual que es lo que, por cierto, han hecho todos esos países que hoy se consideran avanzados en el mundo.