Para responder a un entusiasta lector escribí hace un tiempo en Twitter que estoy de acuerdo con la explotación minera porque el país debe aprovechar sus recursos naturales, si bien sujeta a estricta vigilancia del medio ambiente y en condiciones contractuales ventajosas. Las reacciones en mi contra fueron devastadoras, con epítetos que no conocía, deseándome algunos la peor de la suerte que la vida le puede depararle a un ser humano.
Como el ejercicio independiente del periodismo me ha curado de todas esas cosas, no le presté mucha atención, a excepción del comentario de una joven de Santiago, según supe de formidable formación profesional en el campo de la ingeniería ambiental, cuyo nombre omito, quien me escribió diciendo que había sabido que las mineras habían comprado mi conciencia. Admito que ese tipo de juicio descalificativo, propio de gente carente de criterio es muy común en la red, pero viniendo de una joven de vasto conocimiento en su área, me impactó. Me impactó porque confirma la terrible enfermedad nacional de rehuir el debate serio de los temas fundamentales reduciéndolo a una simple descalificación.
El hecho es que la minería es un factor determinante en la actividad económica global y si bien es cierto que una explotación irresponsable puede resultar fatal para el medio ambiente, también es innegable que existen tecnologías y prácticas que garantizan su preservación, y que en la actualidad se aplican en países con códigos ambientales muy estrictos y rigurosos. Naturalmente, decir esto en un país donde las tendencias de opinión responden no a necesidades reales es como tocar las puertas del Averno. Si en lugar de sentarnos a discutir los temas centrales optamos por la descalificación personal, seguiremos siendo lo que somos, una nación pobre sin futuro.
La oposición a la explotación minera fue y sigue siendo más emocional que racional y basta estar en la red para comprobarlo.