Tal vez el esfuerzo por vivir se reduzca, de forma arbitraria y descomunal, a la aventura por la revelación de sí mismo. La vida es un proceso biológico y social complejo, está de más negarse a ello. Pero este proceso debe tener un norte más allá del mero hecho del existir, esto es, vivimos para algo y no tan solo vivimos así o de tal modo, como un hecho en bruto. El esfuerzo civilizatorio de la humanidad, cuyo producto más imperecedero es la cultura, es un signo de esta búsqueda incesante de ese “algo más”.

El proceso de individuación nos indica que venimos al mundo, arrojados a la temporalidad y a la historicidad que otros construyeron para nosotros. En este ser-arrojado a la experiencia del mundo el objetivo ontológico del existir es tomar conciencia de sí en la experienciación del propio existir. Esta toma de conciencia no es, de ningún modo, absoluta ni inmediata, sino relativa y mediada por los otros, el lenguaje y las cosas. En otras palabras, nazco a un mundo dado previamente, lo hago desde el acontecimiento irrepetible de la  propia natalidad (no nazco dos veces) e inserto en la historia colectiva mi propia experiencia, por demás contextualizada y única, en el esfuerzo por permanecer en la vida. La mortalidad en sentido estricto no es más que este descubrirse frente a los otros: este desplegarse de un sí reflexivo entre la natalidad y el acontecimiento final que nos separa de los otros y de las cosas.

Lo anterior nos muestra la importancia de la pregunta ontológica, por un lado, y el carácter metafísico de toda existencia, por el otro, si entendemos por “metafísica” el afán de trascender a lo propiamente dado como cosa tuya. Esto es, el ir más allá de lo previsto, de lo fijado, en un esfuerzo dinámico por revelar lo que “hay” en el propio acto de existir, lo que demarcaría el carácter ontológico de todo vivir y de toda pregunta por el vivir mismo.

En la experiencia única e irrepetible del descubrirse a sí mismo en su mortalidad existen notas, rasgos propios, que desvelan lo estrictamente individual no como algo prefijado de antemano, sino como resultado de un despliegue en el que el acontecer y el experienciar se identifican.  Es un mostrar, por tanto implica el concurso de los otros, todo esfuerzo por existir en la vida y  “desvelo” este esfuerzo por la propia existencia a través de la palabra y la acción.  Cuanto hago y digo es mostración de mí mismo a los ojos de los demás y en tal virtud solo a posteriori recojo la respuesta a la pregunta por el quién soy.

Como bien señala Arendt, la pregunta por la identidad del agente de la acción, además de que solo se responde narrando, ella nos muestra apenas al actor que inicia el curso de los acontecimientos que llamamos historia, pero jamás a su autor en vista de que los acontecimientos del mundo, del aparecer entre los otros entre las cosas que hemos construidos con el esfuerzo de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos, no son atribuibles retrospectivamente como consecuencias inmediatas de tal o cual hacer o decir.  La acción y la palabra nos permiten llegar a la identidad individualizada del agente de la acción, pero jamás al autor de su propia historia.

Resulta paradójico señalar que somos agentes y pacientes identificables a partir de la acción y la palabra, del hacer y del decir que efectuamos en el tiempo, pero no somos autores de nuestra propia historia. La clave para comprenderla está en la presencia de los otros en nuestras vidas.

La alteridad de los otros, en tanto que individualidades potencialmente agentes y pacientes, son los que hacen posible el entramado, el entretexto, de la experiencia de una vida entre el nacimiento y la muerte.  Por los otros es cuando una vida desplegada en un hacer y decir es colocada junta, mirada en su totalidad, y tachada como digna o valiosa a los ojos de los demás.

Tener sin ser es perder su historia con los otros, quienes al final dirán lo valioso éticamente hablando de tu decir y hacer.