La cuota de poder político, que es el fin de los partidos, se obtiene desde el momento en que un candidato recibe el voto mayoritario de los ciudadanos y se convierte en su representante. En consecuencia, la selección de los candidatos a los cargos de elección popular constituye la primera misión de las formaciones políticas en una Democracia Representativa.
Quienes controlan la escogencia de las candidaturas, a lo interno de los partidos políticos, tienen asegurada, de conformidad con los cargos alcanzados, su participación en las grandes decisiones de la nación. Esto explica la poderosa razón por la que las élites de los partidos políticos se ponen de acuerdo para bloquear cualquier iniciativa legislativa que pueda limitar su absoluto dominio sobre la selección de los candidatos.
Continuando con su tradicional manipulación de la opinión pública, las élites partidarias, nunca tan antidemocráticas como ahora, constitucionalizaron la democracia interna en la reforma del 2010, al establecer en el artículo 216 que la conformación y funcionamiento de los partidos políticos deben sustentarse en el respeto a la democracia interna y a la transparencia, de conformidad con la ley. Sin embargo, como se puede apreciar, esta disposición es un espejismos normativo cuya concreción está condicionada a la aprobación de una Ley de Partidos que lleva más de quince años archivada en el Congreso Nacional.
A pesar de esto, muchos ilusos creyeron en la promesa de algunos líderes que aseguraron que sería aprobada antes de las próximas elecciones, olvidando que en las mismas estarán en juego cuatro mil doscientos cargos, incluido el de presidente de la República, que las cúpulas no dejarán, bajo ninguna circunstancia, en manos de sus afiliados.
Como era de esperarse, el impacto de la unificación de las elecciones ha sido demoledor. Su primera víctima es la democracia interna. La candidatura presidencial se ha tragado las congresuales y las municipales, las cuales son ofertadas en el mercado electoral a cambio del apoyo a la primera. Por esta causa, a los esforzados dirigentes medios y de base no les han dejado ni siquiera los cargos de vocales de los distritos municipales.
Esta populista disposición de la célebre Constitución del 2010, traumatizará mucho más, indefectiblemente, el proceso electoral y fraccionará profundamente a los partidos políticos, los cuales se verán afectados, además, por un transfuguismo de proporciones impensadas.
Bien temprano, el 18 de septiembre pasado, el Tribunal Superior Electoral dictó, la sentencia 018-2015, que le permite a las élites partidarias reservarse ilimitadamente las candidaturas a cargos de elección popular, bajo el argumento de que en el sistema electoral dominicano no existe una normativa que establezca reglas respecto al derecho de los partidos y agrupaciones políticas para establecer reservas de candidaturas, ni estándares o parámetros específicos a seguir para calificar la inscripción de las precandidaturas a cargos electivos a lo interno de los partidos políticos.
En virtud de lo anterior, han quedado sobradamente justificadas y legitimadas, junto a la del presidente de la República, las reservas de los legisladores y los alcaldes, al margen de la voluntad de la militancia del partido.
Finalmente, como se ha podido apreciar, las puertas de los partidos han quedado cerradas herméticamente para la democracia interna, pero abiertas de par en par para las candidaturas del dedo y las negociaciones.