En la película “Mujer Maravilla” (2017), la heroína, Diana, una amazona criada para ser una luchadora invencible, es una mujer poderosa pero idealista pura, que, para combatir a los alemanes en la Primera Guerra Mundial, se une con el mayor Steve Trevor, piloto de la fuerza aérea del ejército estadounidense, y quien es un cínico realista que ha visto los horrores de la contienda y, contrario a Diana, sabe que para poder ganarla efectivamente no es posible salvar todas las vidas en juego, como pretende la joven guerrera, dispuesta a lograr la eterna paz mundial matando a Ares, el dios de la guerra.

Aquí se contraponen dos versiones extremas de los polos de la célebre distinción trazada por Max Weber entre la “ética de la convicción”, en virtud de la cual hay que “obrar correctamente”, y la “ética de la responsabilidad”, que “exige responder de las consecuencias” de nuestra actuación. Quienes postulan la primera están plenamente convencidos de sus valores e ideales y, partiendo de una óptica donde todo es blanco o negro y la gente se divide entre los buenos y los malos, afirman que la justicia debe alcanzarse sin importar las consecuencias, pues es preferible “que se haga justicia aunque perezca el mundo”. Los partidarios de la segunda, asumiendo la lógica pragmática del “principio de Caifás” (“es más conveniente que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca”, Juan 11:50) y considerando que el fin justifica los medios, entienden que es mejor “que se cometa una injusticia con tal de que el mundo tire para adelante” (Javier Muguerza).

¿Está obligado el político a optar entre ser un ingenuo fanático, angustiado por la realización absoluta y pura de sus caras convicciones, indiferente a la complejidad de la realidad y a las consecuencias de sus actos y perdido en un mundo de aéreas utopías o ser un pragmático profesional del engaño, preocupado únicamente por los resultados exitosos de su acción, aunque ello conlleve traicionar sus convicciones, si es que las tiene? Si tomamos en serio a Weber es obvio que no pues, como asevera el sociólogo alemán, “no es que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad o la ética de la responsabilidad a la falta de convicción”. 

En verdad, para el pensador alemán, ambas éticas son complementarias y “han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener vocación política”. Por eso, aun cuando se incline por postular que la ética del político es la de la responsabilidad, en realidad lo que propone es una ética política intermedia, que toma en cuenta tanto los resultados sociales que puede alcanzar la acción política, la ponderación de los mismos y la convicción que le sirve de sustento. Por tanto, Weber considera que el buen político -y, hoy añadiríamos, el buen activista social-, debe combinar tanto la pasión que inspira su causa con la responsabilidad hacia las consecuencias de su accionar, optando así por lo que Adela Cortina llama “una ética de la responsabilidad convencida o de la convicción responsable, porque no se trata con ella de renunciar a las convicciones, sino todo lo contrario: se trata de ser responsable de las consecuencias que pueden acercarnos a una meta de cuyo valor estamos convencidos, o bien alejarnos de ella”. Y es que, como dice Javier Muguerza, “las responsabilidades sin convicciones serían ciegas y las convicciones sin responsabilidades vacías.”

Esta ética de la convicción responsable no opera, sin embargo, en el vacío normativo. Hay un “momento normativo” ineludible, una siempre presente “necesidad de discernimiento ético” (Ernesto Águila). “Por eso, para tomar decisiones justas es preciso […] atender al derecho vigente, a las convicciones morales imperantes, pero además averiguar qué valores y derechos han de ser racionalmente respetados. Esta indagación nos lleva a una moral crítica, que tiene que proporcionarnos algún procedimiento para decidir cuáles son esos valores y derechos” (Cortina). En los Estados constitucionales de Derecho, esa moral critica coincide muchas veces con el Derecho Constitucional –que sirve como parámetro para evaluar la legitimidad jurídica de la legislación-, pero no siempre, pues no solo la legalidad ordinaria puede ser injusta sino también la constitucional e, incluso, la supra constitucional, concretada en los instrumentos internacionales de derechos humanos. Más allá del Derecho natural positivado en la Constitución y en el Derecho internacional, se puede producir siempre, entonces, “el eterno retorno” (Rommen) o “el renacimiento” (Charmont) del Derecho natural. Esto es más que evidente en casos de entronización de un “Derecho degenerado” (Bernd Rüthers), aun a nivel constitucional, como ocurrió en la Alemania de Hitler y en la “parodia constitucional” (Jesús de Galíndez) en que se ha convertido el ordenamiento jurídico constitucional de Venezuela gracias a sus desfachatados y autoritarios gobernantes.

Weber opina que “quien aspira a la salud de la propia alma y a la salvación de la de los demás, no la busca a través de la política, la cual se propone tareas completamente distintas”. Esto no quiere decir, sin embargo, que el político deba ser un inmoral. En política, sabiendo que se está  “como ovejas en medio de lobos”, hay que ser “astutos como serpientes” (Mateo 10:1), pero “sin engaño como la paloma” (Kant). Buscar el justo medio; saber que la acción política tiene como fin, medio y limite al Derecho; ser capaz de convencer con los mejores y más ciertos argumentos a las mayorías; estar dispuesto a defender ideas correctas pero impopulares; y asumir que la política es el arte de lo posible sin olvidar que “para conseguir lo posible hay que aspirar a lo imposible” (Weber), son las virtudes del político que asume una ética de la convicción responsable.