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¿Cuál es esa especie de honor inútil que sostiene al poeta? ¿Qué purga, en el gemido incontenible del creador, esa crisis moral del lenguaje? ¿Cuál es el marco de la existencia que provee sus analogías a las formas crudas del juicio?
Duarte es una coartada lánguida, ardiendo de incomprensión ante la realidad. Américo Lugo rumia su hastío, se asquea, se elitiza, y se pone su pijama para siempre, sin jamás salir de su casa, como si fuera un exilio. Salomé Ureña es una frágil crónica del silencio, transformada en sujeto plural ( "! Patria desventurada!/ ¿Qué anatema cayó sobre tu frente?").
¿Quién habita, entonces, la verdad de la historia? ¿Quién pone en comunicación al mundo de la ilusión con el mundo de la realidad?
Desde la burda peregrinación de la utopía, parece que el engaño es la perfección imaginada. Sólo que hay una especie de honor inútil que sostiene al poeta, un itinerario con infinitas intercesiones que terminan venciendo al "parecer", que se quiere imponer sobre el "ser".
¿No es esa, acaso, la eterna lucha de la dominicanidad?
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Juan Sánchez Lamouth, un poeta sobre el que siempre escribo, quería "parecer" un maldito y proclamaba que su escuela era "El tabernismo". Pero tan solo era un guiño perverso que él arrojaba como burla sobre una sociedad que también lo rechazaba. Príncipe y señor de las madrugadas, en los cafetines de mala muerte levantaba su copa y dejaba caer en la tierra el "trago de los muertos", una liturgia que tenía en su boca siempre un mismo destinatario: "A Edgar Allan Poe"- decía- . Y luego se bebía el suyo, recitando bajito una jerigonza que, según él afirmaba, había aprendido leyendo "El caso de la casa Usher", un cuento célebre de la cosecha tenebrosa de Poe.
Lamouth fue mi amigo y nunca tenía un centavo en los bolsillos, pero era un tipo inspirador, que se remontó por encima del destino que le tenían reservado. Por eso vale siempre como figura de reversión, disponiendo regresos al itinerario en sombra que transitó su vida.
¿Quién se inventó a quién? ¿Sánchez Lamouth, volcando aquel trago de iniciación sobre la tierra seca de una isla remota, invocando a otro tipo "extraño", marginal y aborrecido, que en el sopor de su borrachera su lengua estropajosa pronunciaba su nombre: Edgar Allan Poe? ¿O aquél dipsómano de habla inglesa, con los ojos abotagados por el alcohol, los cabellos ensortijados, y la mirada huidiza, se inventó antes al poeta maldito que decía su nombre en medio del chisporroteo de la embriaguez, impresionando a las putas de la calle Enriquillo?
¿Quién se inventó a quién, Dios mío?
No sé por qué en algunos momentos especiales Lamouth me asalta desde la niebla acogedora en la que construyó su enigma. Recuperándolo en la memoria con su copa de ron cayendo sobre el patio polvoroso del cafetín, su imagen es como una pre-escritura, como un estilete frío que perfora la muerte, como una invención del personaje a quién él mismo dedicaba la copa: Edgar Allan Poe. Y aunque quiso parecer un maldito, fue sólo eso: Un poeta, un verdadero escritor que nunca tuvo fortuna, y que murió pobre de solemnidad.
¡País de mierda, en el cual un farsante se llama escritor impunemente, y pregona el origen de su fortuna con una práctica que en realidad le es ajena, mientras los verdaderos escritores mueren en la miseria y el abandono más cruel! ¡Oh, Dios!