Cuentan que en una ocasión, tras su regreso de la puesta en servicio de una obra pública, el presidente Balaguer se dirigió directamente a su despacho para recibir en audiencia privada a una misión del Fondo Monetario Internacional. Había llovido intensamente y para no enlodarse, el jefe del Estado tuvo que resignarse a que le arremangaran los ruedos al subir al helicóptero. Al notarlo, mientras hacían entrada al despacho los integrantes de la misión del FMI, su secretario particular le susurró al oído: “Presidente, ¡bájese los pantalones!”, a lo que Balaguer le habría exclamado: “¡Tanto le debemos!”

La anécdota, producto probablemente de la ingente imaginación popular, pone de resalto los riesgos inherentes al endeudamiento desproporcionado y las dificultades que trae a un país la tendencia a recurrir a ese expediente para resolver los problemas propios de una economía manejada irresponsablemente o víctima de los efectos de una crisis. En el país la creciente deuda pública es objeto de preocupación, a pesar de las reiteradas negativas oficiales de que se la esté incrementando más allá de nuestras posibilidades de pago.

El problema consiste, sin embargo, en la poca transparencia existente con respecto al monto de esa deuda. Las cifras oficiales no coinciden con las de los empresarios, los economistas independientes y los partidos de oposición. Y en medio de la confusión resultante, es difícil saber cuál es la verdadera situación en la que nos encontramos. Lo innegable es que, a despecho de cuánto debemos, sean 25 o 35 mil millones de dólares, la deuda pública está gravitando onerosamente sobre las finanzas públicas y la estabilidad económica de la nación. A ese paso, al cabo de pocos años podríamos vernos ante la imposibilidad de hacerle frente a los compromisos que ella genera, con un peligroso costo económico, social y político.