Cerca de mi casa hay un parque a donde suelo ir. Lo llaman el parque de las Luces, pues por Navidad lo adornan con miles de foquitos (yo quisiera creer que es un guiño a Ilustración). Hay senderos que suben y bajan, mosquitos con y sin zika, columpios, gente que se «sabe» deportista. Eso sí, nada como sus árboles que reciben, como diría el poeta: «el relámpago verde de los loros».

Hace poco vi a un nuevo personaje: la estatua de un hombre sentado que mira reflexivo hacia los jueguitos, mientras se acaricia el mentón con la mano. No pude con la curiosidad y me acerqué a leer la placa. Se trata de Augusto Roa Bastos, el escritor paraguayo más importante que ha dado esa tierra. Según esto, así piensan conmemorar los cien años de su natalicio en el pueblito de Iturbe, que se cumplen el próximo el 13 de junio.

Ironías de la vida, me dije, el gobierno del Paraguay que se dedicó a perseguirlo, ahora anda erigiéndole monumentos por todo el mundo. ¿La burocracia tendrá sentimientos de culpa? Lo dudo, simplemente quieren aprovechar el prestigio de ese escritor inigualable. Benedetti decía que para el poderoso, el intelectual tiene un valor decorativo, algo así como un florero. Claro que cuando resulta molesto, el éste va a parar al closet de los presos o desaparecidos políticos.

¿Cuánto le habrá costado al gobierno esa estatua?, ¿qué pensaría don Augusto de esos « sinceros» festejos? Seguramente les hubiera sugerido construir en su lugar, un par de bibliotecas, como él mismo quiso hacerlo con los cien mil dólares del Premio Cervantes que le otorgaron en 1989. Imagino que aquel fue un buen año para el escritor, poeta y guionista, no sólo recibió el mayor galardón de las letras en español sino que el dictadorzuelo Alfredo Stroessner, después de más de treinta años de joder al pueblo guaraní, huyó como la sabandija que era (lo malo fue que no pudieron juzgarlo por crímenes contra la humanidad, pues Brasil nunca se animó a extraditarlo).

Roa Bastos fue un escritor que pese al prolongado exilio, o quizás por eso, siempre llevó al Paraguay en su obra. Un país azotado por los tiranos y las guerras (la Triple Alianza que redujo considerablemente su territorio y población en 1864 o la del Chaco en 1932) y que durante el siglo XX padeció 24 revueltas civiles.

No es que lo haya leído mucho, sus textos no eran fáciles, pero cualquiera conoce su obra maestra Yo el supremo, que trata de un personaje mítico, José Gaspar de Francia, quien primero luchó por la independencia del Paraguay y luego se engolosinaría tanto con el poder que se tardó 24 años en dejarlo. Un monólogo de lo absoluto, con toques de biografía, confesión, historia, fantasía y ensayo. Es, en opinión del crítico Ángel Rama: « un monumento narrativo».

Recuerdo otro texto, el cuento La excavación, donde el protagonista, un preso político que pretende fugarse de la cárcel cavando un túnel, hasta que de pronto se produce un deslave… También él estuvo a punto de acabar tras las rejas, pues en 1982, durante una breve visita a su país (en ese entonces vivía en Toulouse, en cuya universidad enseñaba literatura y guaraní) Stroessner, ordenó lo expulsaran y que le quitaran su pasaporte. Lo acusaban de «adoctrinar a la juventud en el marxismo».

Vuelvo a mirar la efigie del parque y me susurra de cuando don Augusto necesitaba someterse a una operación del corazón. Otro paraguayo famoso, el arquero José Luis Chilavert fue quien se ocupó de los gastos. Quiero suponer que en aquel momento, ningún funcionario se apersonó para tenderle la mano o llevarle flores o ánimos mientras convalecía en un hospital de Buenos Aires, pero eso no importa a la hora de cortar listones, pronunciar discursos y develar estatuas…