Los miembros de la Academia Francesa empezaron a usar espada (además del traje bordado en verde y oro) para que la gente los reconociera, pues la medalla de “Académicien” no bastaba. Esta costumbre se retomaría durante la Restauración (1815-1830). Las mujeres y los eclesiásticos no estaban obligados a portarla pero Simone Veil sí quiso la suya, al igual que Hélène Carrère d’Encausse, Florence Delay, Assia Djebar, Danièle Sallenave y Dominique Bona. La Academia existe desde 1633, cuando un puñado de intelectuales se reunió para discutir cuestiones sobre la lengua francesa, que le iba ganando terreno al latín. Un año después, bajo la protección del cardenal Richelieu, se constituyó formalmente.
Según la tradición, la espada simboliza la pertenencia a la Casa Real. Eran los años de los Luises y aún no llegaba la revolución con sus guillotinas y sus derechos civiles. Actualmente, este gesto pareciera un mero anacronismo, pero no para Madame Veil que defendió las causas de las libertades de la mujer, la memoria del holocausto o la integración europea, espada en mano.
Simone Veil murió el 30 de junio pasado, tenía 89 años y es quizás, junto con su tocaya Beauvoir, la francesa más admirada de los últimos tiempos. Macron, el presidente de Francia, ha dispuesto que sea inhumada en el Panteón, donde reposan personajes ilustres como Zola, Hugo, Dumas o Curie… Sería apenas la cuarta mujer en lograrlo por méritos propios.
Para que hablaran mis estudiantes de la universidad de Créteil (casi todas chicas), les obligaba a que presentaran a personajes tanto del mundo hispanoamericano como del francés, fue así como conocí a Doña Simona. ¿Por qué se le recordará más, por la defensa de la despenalización del aborto que hizo ante una asamblea pletórica de “machos”; por estar al frente de la Fundación de la Memoria de la Shoah (el genocidio judío) o por ser la primera presidente del parlamento europeo? Todo fue una misma lucha si nos fijamos en el diseño de su espadín:
Cuando ingresa a la Academia en marzo de 2010, pide que en la espada le graben un número aparentemente caprichoso: 78651. Es la cifra que los nazis le habían tatuado en el brazo izquierdo luego de ser deportada a Auschwitz-Birkenau, junto con su hermana y su madre (que moriría más tarde de tifus). La guerra casi concluye, ella es un adolescente bellísima; recién salida del bachillerato en su Niza natal, era abril del 44.
Se rumora que en la fila alguien le aconsejó que mintiera sobre su edad, ya que los menores eran los primeros en ser arrojados a las cámaras de la muerte (así tampoco la separaron de su mermada familia). Simone y su hermana alcanzaron la libertad un año después, salvándose de ser exterminadas por la furia hitleriana, por eso también hay un par de flamas en la hoja de la espada (los crematorios) y por si queda algún despistado, en la otra hoja se lee el lugar fatídico: Birkenau.
Luego podemos apreciar en la funda a una mujer sonriente: la solidaridad femenina. Remontémonos al mes de noviembre, año 1974. Simone es ministra de salud del gobierno de Valéry Giscard d’Estaing, y promueve con éxito la despenalización del aborto. Su discurso en la Assemblée nationale es memorable:
« Antes que nada, quisiera compartir una convicción femenina y me disculpo por hacerlo ante esta Asamblea compuesta casi exclusivamente de hombres: si una mujer tiene que recurrir al aborto, nunca lo hace alegremente. Eso lo sabe cualquiera que la escuche. Siempre es un drama y seguirá siendo un drama siempre ».
Su discurso fue interrumpido por “decentes imprecaciones antisemitas”, pese a todo, luego de tres días de debates, casi trescientos legisladores le dieron la razón.
Asimismo, la empuñadura del acero tiene unas manos unidas que nos invitan a la reconciliación. Dichas manos acarician los valores republicanos (visibles en la lama) de libertad, igualdad y fraternidad a los cuales se suma el de unión en la diversidad. Este es el mensaje, hay lugar para todos: judíos, cristianos, musulmanes y uno que otro ateo; hombres y mujeres en un terreno equilibrado. Igualmente, Alemania y Francia imaginan otra Europa. Los antiguos y perpetuos rivales construyen un puente de perdón fraterno:
« Es posible levantar una Europa cuyos pilares serán, precisamente, esa Francia y esa Alemania que guardan luto por sus fantasmas », afirma ella.
Por último, una tortuguita remonta la espada. Longevidad, pero también constancia en el camino de los ideales: magistrada, ministra, miembro del Consejo Constitucional, puesto de gran honor al que acceden casi sólo los antiguos presidentes (allá no suelen esconderse entre millones y guardaespaldas, como es común en nuestra América) o eurodiputada. Además presidiría por seis años la Fundación por la Memoria de la Shoah y será una figura emblemática del feminismo.
No pudo celebrar sus 90 años, la muerte la sorprendió entristeciéndonos, pero en estos momentos de ofuscación discriminatoria, nos toca imitar su ejemplo para ser dignos de mirar su espada…