Han transcurrido veintidós días, dos horas y diez minutos de encierro involuntario más que perentorio.  Las silenciosas paredes de mi apartamento me recriminan mi monótona presencia.  Para ellas, inertes e inanimadas, mi abnegada figura no les parece del todo abnegada.  Creo que presienten mis inexpugnables ansias de poner un pie fuera de la puerta de entrada.  Me conformaría con tan solo deambular por el espacioso estacionamiento del edificio esperando el detonante de nuevas ideas para escribir.  Sabía que el movimiento del cuerpo estimula las neuronas cerebrales.   

Pero, antes que nada, debía revisar la lista de medicamentos y complementos vitamínicos que acostumbro a tomar aun en tiempos normales.   Así lo hice.  Con gran apuro en ocupar las horas que parecían eternizarse, a las 7:59 am me encontraba pulsando los botones del teléfono inalámbrico.  Sabiendo que no debía salirme de mi presupuesto, me concentré en lo estrictamente necesario para evitar algún contratiempo en mi salud y así evitarles a mis hijos el engorro  de salir desgaritados, presos de angustia,  contraviniendo las saludables órdenes de mantenerse en casa resguardados del contagio letal.  

Llegó antes de lo previsto el pedido. Ahora debía enfrentarme a la gran proeza de bajar 4 pisos, no sin antes ataviarme de mascarilla y guantes desechables, además de cuidar de no tocar las barandillas.  Todos estos malabares no serían en vano; servirían para afirmar mis gastados  músculos  enflojecidos  de tan largo tiempo de  inactividad.   A toda costa, debía obviar el ascensor que, a pesar de limpiarse y desinfectarse diariamente, era un ambiente cerrado y posible refugio de bacterias hambrientas de carne sana.  Las imaginaba reptando por doquier y ansiosas de caerle encima a algún zoquete desprevenido. 

Bueno, pero me dispuse a llegar comoquiera que fuese a la planta baja donde me esperaba el mensajero a quien debía pagar el importe de la orden.  Evitando caerme de bruces, dando vueltas y más vueltas, bajé, como dije antes, con la más cauta precaución analizando dónde ponía   cada planta del pie   durante el trayecto que ahora parecía tener todo el aspecto de un largo y peligroso viaje. 

Finalmente, al llegar a la planta baja, evité la cercanía con el mensajero, también enmascarado y enguantado y, con enorme dificultad debido a mis dedos entorpecidos por el engomado guante, logré sacar el dinero, y de lejos intercambiamos; él me pasó la fundita, yo le pasé el dinero.  Consumada la primera parte del proyecto.  Ahora debía prepararme para la segunda, de apariencia más difícil por el esfuerzo que conllevaba subir 4 pisos, ocho tramos de 8 peldaños de 17 cms de espesor.  Qué cómo rayos conocía yo las medidas exactas;  antes de mudarme, ya lo tenía todo calculado.    

Ándale mujer, sube ahora.  Vete en busca de los mismos monótonos quehaceres que has estado ejecutando día tras día, hora tras hora, minuto a minuto,  segundo a segundo.  Qué más da, me dije.  No podía quedarme abajo mirando aquellos medios rostros de los dos porteros del edificio que ya llevaban 15 días sin regresar a sus hogares.   Los infelices dormían en finas colchonetas que tiraban sobre el duro piso de granito, en tanto comían lo que les traían de la administración o, tal vez, algún plato que mandábamos uno que otro de los condómines generosos. 

Una chispa de esperanza se trasparentaba en la mirada lánguida, apesadumbrada y agotada de estos desafortunados.  Uno de ellos, el cincuentón, me dijo que lo que más extrañaba eran los abrazos apretados de su nietecita de tres años.  Pese a la reciedumbre espiritual que me ha regalado la  vida,  me resultaba harto difícil suprimir las lágrimas, ante tal  sacrificio, no solo de los hombres que tenía por delante, sino también de todos los que ahora padecían los más horribles estremecimientos de la angustia que causa el miedo a la muerte.   

Tan solo unos instantes de aquellas miradas lacerantes me habían bastado para retomar nuevas fuerzas y, disponerme a escalar lo que imaginaba como una escarpada ladera montañosa.   Uno a uno, palmo a palmo, el simple esfuerzo esfumaba todos los demás pensamientos que se atrevieran a ocupar mi mente.  

Al llegar al segundo descanso entre los primeros cuatro tramos, me detuve a pensar sobre el enemigo voraz que causaba esta inefable tragedia planetaria. Nos enfrentábamos a un enemigo sin rostro y sin armas nucleares, lo que me daban deseos de gritar.  La impotencia invadía los espíritus de toda la raza humana.  Pensé en mis hijos, mis nietos, mis hermanos, mis amigos, todos los habitantes de la tierra, buenos y malos; qué culpa tenían de padecer este suplicio.

Eran tiempos de abrir nuestro entendimiento a todo lo que teníamos; poquísimo, poco, mucho o hasta demasiado.  Qué valía ahora tener, me dije.  

El  calor humano y la sociabilidad era la carencia vital en esta interminable separación… Oh! Sin darme cuenta, había pasado un buen rato parada en el descanso del segundo piso y, era el momento de seguir escalando, lo que ahora lograría con menor esfuerzo.  Había depositado parte de mi pesada carga en el segundo piso:  mis recuerdos, mis recobradas ilusiones y el firme propósito de jamás olvidar lo mucho que he tenido y tengo:  un enorme almacén ingrávido que resguarda  un gran tesoro  de AMOR.