Relata el doctor Rafael Miranda en su “Historia de la Medicina”, publicada en 1960, que pese a que en todo el caribe desde el 1826 las epidemias de cólera diezmaban a la población, en nuestro país, no tuvimos casos de esa enfermedad. Esto llama la atención ya que en la vecina isla de Cuba, hubo muchas muertes por el cólera. En 1863 en Bengala, en la India, se inició una gran epidemia que llegó hasta el mediterráneo, para finalmente y tras afectar a muchos países de Europa, llegó a la isla de Guadalupe. El presidente José María Cabral, dispuso de inmediato todas las medidas de cuarentena, sobretodo cuando se había declarado una epidemia en la isla de Saint Thomas. De esa isla venían muchos barcos a nuestras tierras, y por eso en 1867 se dispuso que los barcos de aquella procedencia que llegaran al puerto de Santo Domingo, debían esperar 15 días antes de que se les permitiera desembarcar, siempre que trajeran la llamada “patente limpia”, que garantizaba la no presencia de la enfermedad a bordo.
Sin embargo en 1868, estalló una revolución y la ciudad de Santo Domingo fue sitiada y de pronto apareció el cólera con enorme fuerza y devastador efecto en una ya diezmada población. Una de las primeras víctimas de esa epidemia fue el trinitario Juan Isidro Pérez. De Acuerdo a Miranda, en una carta dirigida por Manuel Objío al general Luperón, decía: “ el cólera y la fuerza de los sucesos nos obligaron a abandonar aquella ciudad capital sin darnos tiempo a aguardar un resultado”. El cólera se convirtió en un poderoso aliado del general Buenaventura Báez, cuyas fuerzas entraron victoriosas a la ciudad capital el 29 de marzo de ese año. La caída del gobierno y el triunfo del movimiento revolucionario, no alteraron las condiciones sanitarias de la ciudad de Santo Domingo. Seguían muriendo ciudadanos cada día en una forma temible. Eran tantos los cadáveres, que se improvisó un cementerio en el solar donde años después estaría la Escuela de Estudios Primarios República del Paraguay, frente al Parque Independencia. Ese cementerio al lado del antiguo cementerio de la ciudad en la avenida Independencia recibió el nombre de “cementerio de los coléricos”.
Sobre esa epidemia escribió el doctor Wenceslao Guerrero en el Boletín Oficial, felicitando al farmacéutico Juan Batista Lamoutte, propietario de la Farmacia La Dominicana por su extraordinaria labor en esos terribles momentos. El licenciado Lamoutte ofrecía asistencia a todos los afectados e incluso regalaba las medicinas necesarias a los más necesitados en aquel trance. El doctor Guerrero escribió: “ conducta tal es digan del aplauso general, y no es de dudarse que el superior gobierno sabrá hacer honorífica mención de dicho señor. Yo en nombre de infinidad de familias agradecidas y en el mío propio, felicito al Sr. Lamoutte por el tino, desinterés y finura con que se está comportando en estos días azaroso en que nos ha invadido el cólera”.