Donald Trump será presidente de Estados Unidos, al menos, por los próximos cuatro años. Reconozco haber fallado pronosticando que, dada la realidad demográfica estadounidense y la manera en que ésta influye en el sistema electoral norteamericano, un candidato como Trump, abanderado del Estados Unidos racista e ignorante, no tenía posibilidad de ganar una elección presidencial. Ahora bien, sí dije que para Trump ganar (posibilidad que veía muy remota) tenían que darse unas combinaciones que finalmente se dieron. Las cuales debelan rupturas raciales y sociales provocadas, mayormente, por la reacción del blanco anglosajón ante los cambios que la presidencia de Obama significó.
El significado de la presidencia de Obama
El 4 de noviembre de 2008 se materializó algo que parecía imposible: la elección de un negro a la presidencia de Estados Unidos. Un negro con nombre musulmán y padre africano que inició su carrera política en los barrios negros del sur de Chicago y casado con una negra cuyos abuelos huyeron del sur de la segregación racial a Chicago. Barack Obama logró articular una alianza electoral entre los negros (el 92% le votó), latinos (el 75%) y jóvenes blancos (el 65%) más mujeres blancas educadas y un importante número de votantes de la clase media blanca de estados como Ohio, Virginia, Pennsylvania, Michigan y Wisconsin. Obama nunca ganó la mayoría del voto blanco; lo que le catapultó al triunfo (en 2008 y 2012) fue ese bloque de votantes negros, latinos y jóvenes (conglomerados demográficos que históricamente no se inscribían a votar) que, junto al 40% de blancos que votaron por él, le dio el triunfo en los estados que deciden esas elecciones. La presidencia de Obama significó el empoderamiento de estos grupos. Sobre todo, por razones obvias, de los afroamericanos.
Obama implementó medidas económicas y sociales que favorecieron especialmente a los afroamericanos: el Obamacare (con el cual millones de negros lograron tener por primera vez un plan de salud), órdenes ejecutivas para excarcelar personas recluidas por delitos de uso y venta de pequeñas cantidades de drogas (sobre el 60% de los individuos encarcelados por este tipo de falta son negros) y los programas de acceso a educación superior para jóvenes de familias pobres. Al tener uno de los suyos en la Casa Blanca muchos afroamericanos se sintieron “americanos” por primera vez.
El cambio en cuanto a cómo interpretan su país los afroamericanos, fue enorme en tanto comenzaron a sentirse parte de unas estructuras simbólicas y materiales que históricamente los excluyeron. Latinos, comunidades LGBTT, minorías musulmanas y asiáticas igual asumieron como suyo ese triunfo: la victoria de la diversidad frente a la especificidad blanca. Desde la presidencia, Obama y los demócratas impulsaron políticas (permiso de residencia a ilegales, apoyo al matrimonio gay, acogida de refugiados de Medio Oriente, etc.,) que empoderaron esos sectores. Es verdad que la mayoría de los cambios que significó Obama se quedaron en el plano simbólico. Sin embargo, este plano no deja de ser crucial. Y contra eso es que reaccionó el Estados Unidos blanco que votó por Trump.
La reacción del blanco americano
Los descendientes de europeos que poblaron y colonizaron el actual Estados Unidos eran portadores de las ideas del puritanismo. El puritanismo es una doctrina cristiana, derivada del calvinismo, que sostiene que el progreso es consecuencia de la naturaleza la cual hace a unos más “capaces” que otros y, en tanto más “capaces”, destinados a dominar. El progreso es, según esta visión teológico-histórica, un tránsito lineal del “atraso” e injusticias del pasado hacia el “progreso” en el presente/futuro. El “progreso” lo construyen los más aptos a partir de la dominación de la naturaleza, la cual, en el contexto de un entendido que la considera ente carente de ser útil en la medida en que sea manipulada por el sujeto-sustancia, debe ser dominada por el hombre. En ese relato, asimismo, los menos aptos, las otras “razas”, forman parte de lo natural, es decir, susceptibles de dominación. Así las cosas, incluso su exterminio, si es en función del “progreso”, es justificado por dios. En esta lógica, el blanco anglosajón es el naturalmente destinado al “progreso”. Los inferiores son todos los demás no blancos.
En el puritanismo la salvación es un esfuerzo individual. Fruto de la devoción por el trabajo, el ascetismo y el desapego a los placeres mundanos (la ética protestante fundante del capitalismo según Weber) el puritano, “intérprete” de los designios de dios, logra la salvación frente a otros seres “inferiores” condenados por su apego a lo mundano y placeres corporales. Esta estructura de la salvación es el sustrato del individualismo liberal fundante de Estados Unidos, así como del relato histórico norteamericano que privilegia un entendido según el cual el individuo es el responsable de su propio destino. El puritanismo introduce, igualmente, la radicalidad en sus adherentes. Radicalidad en el sentido de construir un mundo nuevo frente a lo viejo que representa la “injustica” y lo contrario a los designios divinos. Bajo ese paradigma fue que los padres fundadores de Estados Unidos se enfrentaron a sus orígenes británicos (lo viejo) para erigir una nación independiente (lo nuevo) en base a los postulados puritanos de un mundo signado por la “superioridad” histórica y moral de los “más capaces”. De ahí un “nuevo país” que, al tiempo que en su Constitución decía que “todos los hombres son creados iguales por dios”, esclavizaba los negros y excluía a todo lo que no fuera hombre, blanco, anglosajón y propietario.
Los votantes de Trump se construyen en ese relato del puritanismo. Hablamos del americano cuyo mundo esencial, esto es, el Estados Unidos blanco reglado por los valores puritanos fundantes de esa nación, con la presidencia de Obama y la creciente demografía latina, entiende está siendo amenazado por los “menos capaces” naturalmente. Cuando Trump dice “Make America great again”, gran parte de sus seguidores blancos, lo interpretan como un regreso al Estados Unidos donde la separación entre lo blanco y lo no blanco estaba claramente demarcada: la segregación racial y leyes Jim Crow, así como el tiempo en que los latinos, “raza inferior”, en lugar de ir a universidades y ocupar puestos en el Congreso, se dedicaban, únicamente, a sembrar tomates en los campos. La Great America es la América de la hegemonía blanca en los planos simbólicos (el sentido común dominante que establece la “superioridad” de lo blanco) y materiales (la exclusión estructural de lo no blanco de los procesos de toma de decisiones y acceso a la riqueza).
Las clases medias blancas
No solo cuestiones raciales llevaron a que los blancos votaran por Trump. Hay otros elementos de fondo. Donald Trump se pronunció en contra de la globalización y los tratados de libre comercio. Dijo que ambas realidades, al final, “debilitaron” a Estados Unidos ya que golpearon su clase media, otrora motor económico del país, vía la deslocalización de empresas americanas que se mudaron a países con salarios bajos donde obtienen mayores ganancias. En estados como Ohio y Michigan, en el pasado cinturones industriales americanos, el éxodo de empresas a otros países como consecuencia de la globalización y el libre comercio, ha conducido al empobrecimiento de sus clases medias (fundamentalmente blancas).
El americano blanco clase mediero de esas zonas, en el pasado, con una educación básica, podía trabajar en una industria grande y ganar un sueldo que le permitía una vida cómoda. Hoy día ello no es posible. Ese americano, por tanto, entiende que los Demócratas, impulsores de la globalización y el libre comercio, no responden a sus intereses sino al de élites económicas que, al tiempo que la clase media se ha empobrecido, han aumentado sus riquezas. Trump logró hablarle de forma sencilla a ese americano y, es verdad que, en base a demagogia, trasladarle la idea de que los Demócratas son los representantes de esa élite globalizante y “extranjerizante”, lejana a las demandas de los trabajadores, en tanto él es quien “de verdad” representa la clase media. En este contexto, el “Make America great again” se refriere, también, a hacer grande una clase media olvidada por las élites políticas de Washington.
Hillary Clinton, perteneciente a una dinastía política cercana a intereses de Wall Street, quedó como la enemiga del americano blanco sencillo. Trump construyó un sentido común del ellos (el establishment) y nosotros (la clase media blanca) que, en términos populistas y de hegemonía cultural, creó un imaginario que capturó la sensibilidad de millones de americanos de clase media. En esa estructura, un americano blanco (perteneciente al 75% de la población general del país) podía apoyar a Trump sin ser necesariamente racista. Simplemente porque asumió el discurso de Trump como el más favorable a sus necesidades inmediatas. Incluso hubo latinos y negros de clase media que votaron por Trump a partir del mismo entendido. Esto, sin duda, restó apoyos a Hillary quien necesitaba que latinos y afroamericanos le votaran a razón de más del 75%.
El Estados Unidos que queda tras el triunfo de Trump
Tengo familiares en Estados Unidos. Muchos están preocupados por su permanencia en ese país que todavía asocian con el “progreso” y las oportunidades. Así deben sentirse hoy día millones de latinos, afroamericanos, musulmanes, asiáticos, mujeres y en general individuos no blancos. El país de las promesas que soñaron, por el cual arriesgaron todo (incluida la vida) para llegar a él, ahora parece más el país de las amenazas. ¿Qué le dirá a su hijo un padre latino sobre ese país que eligió de Presidente a un señor que dijo que los inmigrantes son violadores y criminales?, ¿qué diría un padre musulmán de un país que eligió presidente a quien dijo que había que sacar todos los musulmanes?, ¿qué diría una madre a su hija de un país que votó por un señor que humilla públicamente las mujeres y bromea de cómo agarra los genitales a sus conocidas?
Estados Unidos, con el triunfo de Trump, muestra su peor cara: la del país esencialmente racista y violento que siempre ha sido en tanto se fundó bajo la idea (todavía parte integral del imaginario popular americano) del puritanismo blanco según el cual hay “razas” naturalmente superiores y otras inferiores. Un país donde las élites, para invisibilizar la perversidad de un sistema que creaba privilegios para las minorías propietarias mediante la exclusión de las mayorías, impulsaron la masa blanca pobre al odio contra los negros. Un país que construyó su prosperidad en base a la esclavización y genocidio de negros y nativos, cuya responsabilidad histórica el blanco nunca ha querido asumir.
Estados Unidos, epicentro del capitalismo y la hegemonía occidental en el sistema-mundo existente (creado a partir del siglo XV), es la síntesis de lo que ha significado la imposición de occidente y su criterio de humanidad y “progreso”: racismo, deshumanización, paradigma del crecimiento mediante el consumo/destrucción de recursos de la madre tierra, guerras imperiales e imposición de un conocimiento, forma de ver el mundo y entendido de “felicidad” únicos.
Estamos en un cambio de época, esto es, un cambio civilizacional dado por el debilitamiento de las estructuras y sentido común dominantes que hacían de las instituciones occidentales cosas sagradas; hoy día millones de condenados y sujetos periféricos del mundo no nos significamos en tanto no creemos en ello (la “igualdad” ante la ley, el sistema de representación, el capitalismo, el “progreso” vía el desarrollo “disponible” para todos). Con lo cual los cimientos de esta civilización (que para existir dependen de que la gente naturalice sus lógicas) ya se están tambaleando. Si los condenados del mayor imperio cultural y económico/militar del mundo se levantan, y logramos tejer alianzas globales con ellos (que superen diferencias de idiomas y culturas), la posibilidad de construir otro mundo, más humano y sostenible, es una realidad. Como en todo proceso de cambios habrá dolor, sangre y contradicciones, pero hay que asumirlo e ir de frente. En el Estados Unidos que eligió a Trump las condiciones están dadas. Por ahí podría empezar todo.