¿Qué se espera de los jueces de las llamadas Altas Cortes y qué condiciones  deben tener los aspirantes a ocupar asientos en el Tribunal Constitucional y en la Suprema Corte de Justicia? ¿Bastan solo sus méritos académicos y la experiencia acumulada en el ejercicio del Derecho, la judicatura y la academia? ¿De qué valdría el más sabio de los jueces, el más experto en el conocimiento de la Constitución y las leyes, si no puede enseñar las mismas credenciales en su vida privada y su comportamiento social riñe con las normas aceptadas como válidas por una sociedad a la que juzgará con sus sentencias?

Son preguntas fundamentales si realmente queremos o abogamos por tribunales que garanticen una buena administración de justicia, porque es imposible separar la vida privada e íntima de un juez o de cualquier otro servidor público de sus vicios o prácticas personales. Si lo académico prima sobre lo demás, si es suficiente con mostrar larga experiencia y habilidad para responder preguntas sobre el Derecho, sería innecesario las sesiones con aspirantes en el Consejo Nacional de la Magistratura. Tiempo y molestias se ahorrarían entonces  el Presidente de la República y los demás miembros del consejo en vanos interrogatorios. Y un examen riguroso de las hojas de vida de los aspirantes bastaría para escoger a los jueces.

Por eso me sorprende el asombro que genera cuando se interroga a un aspirante sobre su vida privada y sus relaciones con terceros, porque no se ha llegado lamentablemente todavía, a interrogársele sobre  debilidad o inclinación por el alcohol, las relaciones extramaritales y muchos otros vicios personales que  lo inhabilitarían moralmente para ocupar y ejercer un oficio del que dependen no solo la libertad y el patrimonio de los acusados, sino también la justa y sana administración de la justicia, garantía de los derechos ciudadanos.