La función esencial del Estado consiste en garantizar la protección efectiva de los derechos de las personas, el respeto de su dignidad y la obtención de los medios que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva (artículo 8 de la Constitución). Es decir que el Estado constituye el principal garante de los derechos fundamentales, por lo que debe adoptar las medidas que sean necesarias para asegurar su protección frente a las actuaciones de las personas y los órganos públicos. Esta función constitucional convierte al Estado en un sujeto activo de los derechos legítimos de los ciudadanos, de manera que debe asegurar su protección tanto en las relaciones jurídicas que se suscitan entre las personas y los órganos administrativos (efecto vertical) como en las relaciones que se desarrollan bajo la autonomía privada de los particulares (efecto horizontal).

Ahora bien, dado que el Estado puede convertirse en el principal infractor de los derechos fundamentales, el constituyente reconoce el principio de supremacía constitucional que superpone la Constitución en un estrato jerárquicamente superior al de todo el sistema jurídico. En efecto, conforme el artículo 6 de la Constitución, “todas las personas y los órganos que ejercen potestades públicas están sujetos a la Constitución, norma suprema y fundamento del ordenamiento jurídico del Estado”. De ahí que la Constitución constituye una garantía de la garantía básica de los derechos fundamentales (Pérez Royo: 487) pues son nulas de pleno derecho toda actuación u omisión que le sea contraria, ya sea que se produzcan en el ámbito privado de los particulares o en sus relaciones con la administración. En ese sentido, es claro que la Constitución, con la división de poderes (artículo 4), la legitimación democrática de los mismos, el principio de supremacía constitucional (artículo 6), la consagración de un catálogo de derechos (capítulo I) y el control concentrado de constitucionalidad (artículo 184), es la garantía constitucional genérica de los derechos fundamentales (Jorge Prats: 263).

Sin embargo, consciente de que la Constitución no es suficiente para garantizar “la protección efectiva de los derechos de las personas”, el constituyente enlista un conjunto de garantías específicas en el Capítulo II de la Constitución. En palabras de Kelsen, estas garantías son las que sustentan los derechos fundamentales, pues “los derechos valen lo que valen sus garantías” (citado por Jorge Prats: 263). Es decir que la eficacia de los derechos fundamentales depende en gran medida de la eficacia de sus garantías, de manera que los mecanismos de tutela y protección son esenciales para la permanencia del orden constitucional. Es por esta razón que la Constitución reconoce de manera expresa en su artículo 68 que “la Constitución garantiza la efectividad de los derechos fundamentales, a través de los mecanismos de tutela y protección, que ofrecen a la persona la posibilidad de obtener la satisfacción de sus derechos, frente a los sujetos obligados o deudores de los mismos”.

Entre los mecanismos de protección específicos que consagra la Constitución están la tutela judicial efectiva y el debido proceso (artículo 69), el hábeas data (artículo 70), la acción de hábeas corpus (artículo 71), la acción de amparo (artículo 72) y la demanda en nulidad de los actos que subviertan el orden constitucional (artículo 73). Pero además, al igual que con los derechos fundamentales, el reconocimiento de las garantías constitucionales no tiene carácter limitativo, por lo que la Constitución no excluye otras garantías de igual naturaleza (artículo 74.1). De esta manera se reconocen las garantías implícitas o innominadas de protección de los derechos fundamentales, las cuales son mecanismos de tutela conexos o similares a los expresamente consagrados por la Constitución. Un ejemplo de este tipo de garantía es el principio de no retroceso social o prohibición de regresividad reconocido por el Tribunal Constitucional (TC/0093/12), el cual procura evitar que los órganos públicos desmejoren las condiciones originalmente establecidas en materia de derechos económicos, sociales y culturales. Asimismo, la garantía internacional de los derechos humanos derivada de la suscripción y ratificación de los instrumentos internacionales (artículo 74.3) es una garantía fundamental implícita o innominada.

De lo anterior se infiere que el Estado, como garante originario de los derechos de las personas, posee los mecanismos  necesarios para asegurar la protección de los derechos fundamentales tanto en los procesos de intervención administrativa como en las relaciones inter privatos. Y es que los derechos fundamentales no sólo son simples prerrogativas frente al poder que los individuos delegan al Estado como organización política, sino que además constituyen límites a la propia actuación privada de los individuos. De  modo que los derechos fundamentales despliegan su eficacia tanto frente a los órganos estatales (eficacia vertical) como frente a los terceros (eficacia horizontal).

El efecto horizontal de los derechos fundamentales hace referencia a su eficacia en las relaciones jurídicas entre los particulares, es decir, a la necesidad de respetar los derechos fundamentales en los acuerdos suscitados bajo la autonomía privada de las personas. Sobre este aspecto debemos hacer dos aclaraciones. Primero, que independientemente de que las cláusulas no consagren expresamente mecanismos de protección de estos derechos, su consagración constitucional obliga a los órganos públicos a evitar las actuaciones privadas que afecten o amenacen su contenido. Y que, segundo, estos derechos son irrenunciables pues constituyen la esencia misma del orden público. Pero ojo, esto no significa que las personas no puedan renunciar a los actos de ejercicio de un derecho fundamental, sino que la renuncia al derecho en general es inadmisible. De ahí que debemos diferenciar entre la renuncia del derecho y la renuncia al ejercicio de las facultades que otorga un derecho. Un ejemplo de esto es que las personas no están obligadas a exigir reparación por los daños que le ocasiona un tercero o a reclamar contra las dilaciones judiciales indebidas (Díez-Picazo: 135), por lo que al final los actos de ejercicio del derecho quedan bajo la discrecionalidad de su titular. 

El debido proceso, en su doble condición de garantía y derecho fundamental, despliega su eficacia en las relaciones inter privatos. Así lo reconoce el Tribunal Constitucional al indicar que “el derecho fundamental al debido proceso es un derecho que ha de ser observado en todo tipo de procesos y procedimientos, cualquiera que fuese su naturaleza. Ello es así en la medida de que el principio de interdicción de la arbitrariedad es un principio inherente a los postulados esenciales de un Estado social y democrático de Derecho y a los principios y valores que la propia Constitución incorpora”. Continúa ese tribunal señalando que “el debido proceso se aplica también a las relaciones inter privatos, pues el que las asociaciones sean personas jurídicas de Derecho privado no quiere decir que no estén sujetos a los principios, valores y disposiciones constitucionales; por el contrario, como cualquier ciudadano o institución (pública o privada), tienen la obligación de respetarlas, más aún cuando se ejerce la potestad disciplinaria sancionadora” (TC/0002/15).

De ahí que los particulares están obligados a respetar en sus relaciones privadas las garantías mínimas que componen el derecho fundamental al debido proceso, pues son anulables las actuaciones arbitrarias que inobserven el derecho de defensa, la doble instancia, la motivación de los actos privados y cualquier otra garantía mínima que forme parte de este derecho. Esto, sin duda alguna, obliga a las asociaciones, empresas o a cualquier institución privada a implementar políticas internas de procedimientos que sean acordes con los principios, valores y disposiciones constitucionales, a los fines de no comprometer su responsabilidad al inobservar las garantías y derechos fundamentales.